¿Guerra en torno a Taiwán? Alfredo Toro Hardy es diplomático retirado, académico y autor venezolano

In Análisis, Taiwán by Director OPCh

Durante varias décadas Estados Unidos sustentó su política hacia Taiwán en la llamada “ambigüedad estratégica”. Ello implicaba permanecer deliberadamente impreciso con respecto a su disposición a defender a la isla en caso de una invasión por parte del régimen de Pekín. Nada más vago, en efecto, que las bases de la relación estadounidense con Taiwán. Por un lado, en base al Comunicado Conjunto firmado en 1972 entre Washington y Pekín, el primero no cuestionaba la denominada política de “una sola China”. De hecho, desde la expiración en 1979 del Tratado de Defensa Recíproca entre Estados Unidos y Taiwán desapareció toda obligación estadounidense de acudir en ayuda de Taiwán. Por otro lado, sin embargo, la Ley de Relaciones con Taiwán que sustituyó a dicho tratado comprometía a Estados Unidos a proveer armas a la isla y a ver cualquier intento no pacífico a determinar su futuro como una amenaza a la paz y a la seguridad del Pacífico Oeste, área vital para los Estados Unidos. Añadiendo confusión a la ambivalencia anterior, la Administración Clinton puso en vigor su política de los “tres no”. Según la misma, Estados Unidos “no” reconocía un Taiwán independiente, “no” reconocía la existencia de dos Chinas y “no” brindaba su apoyo al ingreso de Taiwán a ninguna organización interestatal. En síntesis, cualquier lectura resultaba posible en base a lo anterior, lo cual inducía a China a la prudencia sin sentirse amenazada por la postura estadounidense.

Cambio a pasos acelerados:

Esta situación está cambiando a pasos acelerados. Biden fue el primer presidente de Estados Unidos desde 1978 en recibir una representación oficial taiwanesa a su toma de posesión. En octubre de 2021, el secretario de Estado Anthony Blinken hizo un llamado formal a la ONU a dar una participación “robusta” a Taiwán dentro de su sistema y al interior de sus organismos especializados. También en octubre de 2021 se produjo la primera de las cuatro ocasiones en las que Biden ha manifestado explícitamente que su país acudiría en defensa de Taiwán en caso de ser atacado. De hecho, llegó a declarar que correspondía a Taiwán tomar su propia decisión con respecto a su independencia. Desde la Cámara de Representantes, por lo demás, ha habido un claro apoyo a la isla. En 2019 la Cámara de Representantes había aprobado por unanimidad el Proyecto de Ley de Seguridades a Taiwán, que apoyaba su participación en organizaciones internacionales. En 2022, antes de abandonar su cargo, la “Speaker” de la Cámara Nancy Pelosi hizo un histórico viaje a Taipei, de la misma manera en que su sucesor Kevin McCarthy se apresta a reunirse en Washington a la presidenta de Taiwán.

En adición a declaraciones y a manifestaciones simbólicas de apoyo, un proceso de militarización creciente está cobrando forma en torno a Taiwán. No sólo contingentes militares estadounidenses se encuentran en la isla entrenando a sus Fuerzas Armadas, sino que el Pentágono ha formulado una doctrina militar de apoyo a la isla para el caso de una invasión. La misma no sólo entraña el posicionamiento de sus tropas en las cercanías a la isla, sino que enfatiza la dispersión y la alta movilidad de éstas en caso de contingencia, buscando el doble propósito de no ser fácilmente detectables y de poder, a la vez, realizar ataques coordinados. Este último propósito busca sacar toda la ventaja posible a la experiencia de sus distintas fuerzas de combinar sus sistemas de armamentos y de actuar en forma conjunta. Esta doctrina plantea, a la vez, mantener a sus aviones en el aire tanto como posible, recargando combustible mientras vuelan, a los fines de evitar ser destruidos en tierra, así el cómo mantener a sus portaviones y naves de guerra fuera del alcance de los misiles DF21/CSS5 chinos, conocidos como mata portaviones. Esta forma de “combate ágil” perseguiría, en efecto, evadir la poderosa capacidad misilística china y propiciar el agotamiento de existencias de estos. Tales misiles, al igual que el antes citado, incluirían al DF-26 de gran precisión de tiro, con un alcance de 3.000 a 4.000 kilómetros y con una carga explosiva de 1.497 kilos.

A esta doctrina militar se le suma el fortalecimiento de su política de alianzas en la región y fuera de ésta, con miras a reclutar potenciales beligerantes adicionales, así como la identificación de penalidades económicas susceptibles de ser impuestas a China por Estados Unidos y sus aliados en caso de invasión. Todo ello conforma lo que ha sido denominado la estrategia de “disuasión integral”. La misma es clara expresión de la seriedad y de la consistencia de propósito con la cuales Estados Unidos visualiza la posibilidad de una guerra con China en defensa de Taiwán. Tal conjunción pareciera dar testimonio de que la postura política de Washington estaría decantándose en una dirección precisa, desprovista de ambivalencias. El objetivo primario de la misma sería disuadir a China, haciéndole ver que cualquier invasión a Taiwán le acarrearía inmensos costos. Ahora bien, al definir ese rumbo implícitamente se asume que de fracasar la disuasión vendrían la guerra y las sanciones, pues de lo contrario Estados Unidos perdería toda credibilidad como superpotencia.

Sin embargo, más allá de los estamentos políticos, militares y diplomáticos de Washington, los medios académicos y periodísticos de Estados Unidos han hecho de la próxima guerra con China a propósito de Taiwán, un tópico de referencia y análisis frecuente. Es decir, han brindado al mismo a una alta visibilidad dentro del debate público estadounidense, con lo cual implícitamente lo han “normalizado”. En la mente de una cantidad creciente de estadounidenses una idea de inevitabilidad ha ido cobrando forma en torno a este tema.

De la “ambigüedad estratégica” a la “claridad estratégica”:

Así las cosas, paso tras paso y por distintos caminos Estados Unidos pareciera haber ido evolucionando desde la “ambigüedad estratégica” hacia una “claridad estratégica”. Esta última se asienta en la noción de que cualquier invasión a Taiwán acarrearía la guerra con Estados Unidos.

Las razones detrás de este aparente cambio de postura serían variadas. De entre las mismas, sin embargo, cabría resaltar las que a continuación se enumeran:

Primero, el endurecimiento de la postura de Xi Jinping en relación con Taiwán. Durante décadas la opción de la reunificación pacífica con Taiwán fue privilegiada por Pekín. Ello, sin nunca descartar la alternativa militar en caso de que lo primero no resultase viable o de que Taiwán declarase su independencia. La idea de reunificación pacífica se sustentaba en la noción de “un país, dos sistemas”.  Es decir, el mismo modelo que se le ofreció a Hong Kong y que le permitió que, aun siendo parte del Estado chino, pudiese mantener un alto nivel de autonomía. Sin embargo, desde comienzos de su mandato Xi Jinping pasó a reclamar una “jurisdicción completa” sobre Hong Kong por parte de Pekín. Ello desató una dinámica de acción y reacción caracterizada por el estrangulamiento progresivo de las libertades en ese territorio. Finalmente, se impuso sobre el mismo una Ley de Seguridad Nacional que acabó con la llamada Ley Básica de Hong Kong, basamento legal de su autonomía. Todo este proceso hizo evidente, ante los ojos de Taiwán, que también en su caso la premisa de “un país, dos sistemas” resultaba inviable. Ello acarreó el debilitamiento del partido Kuomintang que propiciaba la reunificación pacífica, impulsando el triunfo y fortalecimiento electorales del Partido Progresista Democrático cuya postura frente a Pekín resulta más dura. Como consecuencia, el Ejército de Liberación del Pueblo chino pasó a desconocer la línea media en el Estrecho de Taiwán. Es decir, el punto intermedio entre la isla y el territorio continental chino que, por décadas, había sido respetada. Subsecuentemente, las incursiones aéreas de hostigamiento sobre la Zona de Identificación de Defensa Aérea de Taiwán se hicieron cada vez más frecuentes y numerosas. Ello ha venido acompañado por una creciente retórica de anexión y por llamados reiterados al Ejército de Liberación del Pueblo para que se prepare para esa eventualidad.  En síntesis, la única opción de unificación que se encontraría sobre el tapete sería la militar.

Segundo, la Guerra Fría que ha cobrado forma entre China y Estados Unidos está imponiendo visiones suma-cero en su aproximación recíproca, lo que convierte a Taiwán una pieza geoestratégica clave para ambos. En términos geoestratégicos, en efecto, Taiwán asumiría un doble valor para ambas partes. El primero de ellos estaría vinculado a su importante localización dentro de la llamada Primera Cadena de Islas que separan a China del amplio Océano Pacífico. Tales islas se presentan, alternativamente, como barrera apta para dificultar el acceso al Mar del Sur de China, al Mar del Este de China y al Mar Amarillo o como cuellos de botella, susceptibles de dificultar la salida desde esos mares. Taiwán en manos de China asume carácter de barrera para Estados Unidos. Taiwán bajo control de facto estadounidense, se transforma en cuello de botella apto para dificultar la salida franca de China hacia el vasto Océano Pacífico. En segundo lugar, un Taiwán bajo control de facto estadounidense constituiría una lanza proyectada hacia el corazón de la China continental. Un Taiwán dominado por China sería un importante eslabón proyectado hacia el Pacífico Oeste, área considerada como vital por Estados Unidos.

Tercero, la importancia fundamental de Taiwán en la industria global de los semiconductores le otorga inmenso valor geopolítico. Los superconductores, no debe olvidarse, constituyen una tecnología de base sobre la cual se sustentan muchas otras. La cuota de mercado internacional de los superconductores fabricados en Taiwán alcanza al 63%. Mucho más significativo, sin embargo, es el hecho de que un 92% de los superconductores más avanzados del mundo son manufacturados allí. Ello da lugar a lo que Taipéi ha llamado como el “escudo del silicón”, haciendo alusión a la necesidad que se le plantearía a Estados Unidos de venir en su defensa en caso de invasión. Esto, para preservar su acceso franco a dicha industria y para evitar que la misma cayese en manos de Pekín. Ahora bien, este “escudo” se convierte a la inversa en una inmensa fuente de vulnerabilidad para Taiwán, pues incrementa fuertemente el incentivo para una invasión por parte de la República Popular China.  Máxime, en momentos en que Washington impuso un embargo al acceso de China a la tecnología de los superconductores de punta estadounidense, convenciendo a la vez a japoneses y holandeses, importantes generadores de tecnología de punta en este campo, a que siguieran su ejemplo. Desde la perspectiva estadounidense, no obstante, preservar el acceso a esa fuente resulta de inmensa importancia.

Cuarto, Taiwán adquiere un valor simbólico mayor dentro de la confrontación existencial democracia versus autoritarismo, bajo la cual la Administración Biden ha signado su política exterior. A pesar de la ambigüedad de su estatus internacional y de no conformar un miembro de la comunidad de las naciones reconocido por la mayoría de éstas, Taiwán es presentado como vanguardia de la defensa global de la democracia por Estados Unidos. Ello pareciera constituir razón suficiente para garantizar su integridad. La “caída” de Taiwán implicaría, bajo esta perspectiva, una importante derrota para la democracia internacional y un triunfo muy significativo para los autoritarismos del mundo. Taiwán se transforma así en la Ucrania del Asia Pacífico. Ello, con la diferencia de que Estados Unidos podría encontrar en la Ley de Relaciones con Taiwán una justificación para la intervención militar de la cual carece en relación con Ucrania, país situado fuera del paraguas protector de la OTAN.

Los riesgos de la “claridad estratégica”:

Pasar de la “ambigüedad estratégica” a la “claridad estratégica” acarrearía, sin embargo, grandes riesgos para Washington.  Entre estos valdría mencionar los siguientes. En primer lugar, una disuasión a China sustentada en amenazas precisas traza una delgada línea entre la disuasión y la provocación. De no moverse con mucho tino, Estados Unidos podría llegar a desencadenar precisamente el tipo de conflicto que busca evitar. Ello, pues cada nueva acción destinada a mostrar la determinación estadounidense se convierte en una amenaza adicional para Pekín, generando en este una percepción de inevitabilidad con respecto al conflicto. En segundo lugar, al dar por descontado que una invasión a Taiwán conllevaría a una guerra con Estados Unidos, China podría convertir el ataque a las fuerzas militares estadounidenses en su primer paso para el inicio de hostilidades. Es decir, buscaría golpear primero para golpear doble. Siguiendo la lógica japonesa en Pearl Harbor, Pekín podría desatar un ataque sorpresa destinado a degradar tanto como posible la capacidad estadounidense para hacer la guerra. Sus misiles DF-26 le permitirían sembrar el caos en Guam e inhabilitar significativamente a las fuerzas militares estadounidenses localizadas en Okinawa y en otros lugares de la región. Ello, a no dudarlo, generaría un alto potencial de escalamiento hacia el ámbito nuclear, pues implicaría un ataque directo a territorio estadounidense (Guam), que se vería seguramente sucedido por un ataque a territorio continental chino.

En tercer lugar, Estados Unidos podría incurrir en algo similar a la figura jurídica del “ultra petita”, es decir, ir más lejos de lo que su mandante le solicita. Diversos trabajos publicados en la revista The Economist del 11 de marzo de 2023 dan cuenta de la identidad imprecisa de los taiwaneses y de su falta de consenso con respecto al cómo reaccionar frente a una invasión china. Ello incluye profundas dudas sobre la pertinencia de hacer resistencia a tal invasión. Buena prueba de esa ambivalencia son unas fuerzas armadas de apenas 163.000 soldados y un contingente de reserva mediocremente entrenado. Habida cuenta de que resistir la invasión entrañaría una devastación profunda de sus infraestructuras y áreas urbanas, a más del inmenso costo humano involucrado, es fácil comprender la falta de estómago para la lucha que caracteriza a su población y lo impopular que resulta toda referencia a la guerra con China. De hecho, un escenario reciente del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington señalaba que, aun logrando resistir exitosamente a una invasión gracias a la intervención de Estados Unidos y Japón, Taiwán sobreviviría como entidad autónoma a costa de ver destruidos todos sus servicios básicos. Tomando en cuenta que lo que aquí se plantearía no sería la absorción de Corea del Sur por Corea del Norte, sino la de Taiwán por la segunda mayor potencia económica del mundo, que constituye a la vez su mayor socio comercial, la reticencia al combate asume plena validez.  Así las cosas, Estados Unidos podría estar resultando más papista que el Papa. Más aún, podría llegar a desatar una cruzada por el papismo al margen del Papa.

En cuarto lugar, porque Estados Unidos y China mantienen intereses asimétricos con respecto a Taiwán. Para Pekín, la reunificación con Taiwán asume carácter existencial. Ello entrañaría lo que se visualiza como una restitución histórica y un acto de afirmación soberana. Para Pekín, se trataría del último cabo por atar del llamado “siglo de humillación” sufrido entre 1842 y 1945, el cual se caracterizó por la masiva expoliación del país. Para materializar lo que considera como su derecho natural sobre la isla y la realización del “sueño chino”, Pekín estaría dispuesto a asumir cualquier costo, por elevado que este fuese. Ello colocaría en profunda desventaja a Estados Unidos, quien se vería obligado a elevar sus apuestas a niveles que muy posiblemente desbordarían su interés real por la isla. En quinto lugar, y más allá de la movilidad y de la coordinación de sus fuerzas que el Pentágono plantea como estrategia en caso de conflicto, también aquí Estados Unidos se encontraría en desventaja. Tal desventaja se mediría en términos de distancia y de concentración de contingentes. Mientras la distancia entre tierra firme china y Taiwán es de 144 kilómetros, la distancia entre Hawái y Taiwán es de 8.529 kilómetros y de 11.265 kilómetros contados desde California. A la vez, el grueso de la Armada china, la mayor del mundo en número de naves de guerra y de submarinos, se concentra en sus costas. Entre tanto, las fuerzas navales estadounidenses se encuentran diseminadas en nueve comandos regionales distribuidos alrededor del planeta. Ello, sin contar con la potente fuerza misilística china que cubriría un amplio radio de acción y con la totalidad de su Fuerza Aérea situada a corta distancia.

Innecesaria y poco sensata:

En definitiva, dentro de una relación costo-beneficio la “claridad estratégica” estadounidense con respecto a Taiwán pareciera no tener demasiado sentido. Tal como ha señalado Stephen Walt, uno de los mayores exponentes de la escuela del realismo político estadounidense: “Estados Unidos ganaría muy poco de esta postura abierta…Finalmente, un cambio de política que confiere pocos beneficios adicionales y conlleva costos y riesgos significativos, resulta innecesaria y poco sensata” (“Should the United States Pledge to Defend Taiwan?”, Foreign Affairs, September 15, 2022). En efecto, a lo largo de varias décadas la “ambigüedad estratégica” se bastó para disuadir sin amenazar explícitamente. Más aún, dejó abierta la puerta para que Estados Unidos pudiese eximirse de ir a la guerra con China en torno a Taiwán, sin con ello afectar seriamente su credibilidad. Tal como se presentan hoy las cosas, tarde o temprano vendrá la guerra entre ambas superpotencias. Sólo esperemos que la misma no escale a lo nuclear.