Es sabido que el protagonismo mundial de China ha despertado un enorme interés en el exterior por acercarse a su cultura. Casi de la noche a la mañana y sin que su gobierno tuviera que lanzar una inmensa campaña agresiva, ha logrado la creación y expansión de la red de Institutos Confucio con una rapidez verdaderamente asombrosa.
Hoy día, más de 40 millones de personas en todo el mundo estudian el chino, muchas de ellas en los más de 280 centros de este tipo distribuidos por más de 80 países y regiones, una realidad que supera con mucho las expectativas iniciales del gobierno chino cuando hace cinco años decidió destinar 100 millones de dólares para crear 100 centros en 2010. Desde que se fundó el primero, en Seúl, en 2004, su expansión ha afectado también a las actividades desarrolladas, que incluyen clases de taijiquan, shaolinquan y otras artes marciales chinas, mostrando la cultura en su conjunto, llegando incluso a ofrecer orientación lingüística y cultural a los empresarios que quieren invertir en China.
En sus proyectos participan cientos de universidades y se reforzarán con el impulso a la creación de centros o casas de China programadas por el ministerio de cultura, involucrado en la preparación de un ambicioso programa que se visibilizará en los próximos años en las principales capitales del mundo.
El cine será también uno de los principales pilares de dicha estrategia. Recientemente, Li Changchun, miembro del Comité Permanente del Buró Político del Comité Central del PCCh, en una conferencia de la industria cinematográfica, reclamaba al sector películas de alta calidad para incrementar la influencia de la cultura china, ofreciendo todo el apoyo del gobierno para su impulso sin escatimar esfuerzos en innovaciones o alta tecnología.
Pero China no está sola. Hace escasas semanas, el presidente taiwanés Ma Ying-jeou exigió un impulso al proyecto de establecer “Academias de Taiwán” alrededor del mundo, incluido en su programa electoral, con el mismo objetivo: promover el idioma y la cultura tradicional apoyándose en su rica diáspora, en un desesperado intento por evitar que la parte continental domine de forma absoluta un negocio de tanta importancia y que trasciende claramente su estricta dimensión económica. En alguna ocasión anterior, Ma formuló una invitación a la convergencia de ambos proyectos que no ha llegado a cuajar.
La carrera incluye a Japón, que ha anunciado un reforzamiento de su perfil cultural en el exterior, y también a India, si bien sus estrategias, a diferencia de la china, no se centran en el idioma, sino en otros productos más diversificados, pero con una preocupación común: que Asia en el mundo no signifique solo China.
Paradójicamente, Confucio es el mensajero de esta nueva China que ansía presentarse ante el mundo como un país disciplinado, estable y pacífico, una nueva marca que aleja a los actuales gobernantes de los controvertidos tiempos en que el mismo partido en el cual militan lanzaba sus diatribas más estruendosas contra Confucio y su pensamiento, sinónimos de atraso y sometimiento.
Hoy Confucio es el mascarón de proa de una ambiciosa política de promoción cultural que es parte integrante de un esfuerzo de diplomacia pública más amplio, destinado a fomentar los intercambios culturales con el mundo en desarrollo, multiplicando las invitaciones a académicos y políticos extranjeros o enviando a jóvenes chinos a proyectos de voluntariado de larga duración en países en vías de desarrollo.