Eugenio del Río participó en la fundación del Movimiento Comunista de España, que en enero de 1976 pasó a denominarse Movimiento Comunista (MC). Estuvo exiliado en Francia desde finales de 1968 hasta 1975. Fue secretario general del MC entre 1975 y 1983 y durante un tiempo apreció la influencia del maoísmo. Desde 2002 se ocupa de la coordinación de www.pensamientocritico.org
Con este trabajo iniciamos la publicación de una serie de testimonios de figuras destacadas del antifranquismo en España que de una u otra forma mantuvieron cierto apego a las tesis e ideario del Partido Comunista de China. Es una contribución al conocimiento, la reflexión y el debate en este 2021 que el PCCh celebra su centenario.
El texto que reproducimos, con autorización del autor, resume una conferencia pronunciada el 10 de diciembre de 2004, en el Ciclo de Proyecciones y Debates organizado en CaixaForum de Barcelona con motivo de la exposición de fotografías de Li Zhensheng “Un fotògraf xinès en la Revolució Cultural”. Este texto fue incluido en el libro de su autoría Izquierda e ideología, Madrid: Talasa, 2005.
ooooOOOOoooo
Advertiré antes de empezar que quienes pasamos por la experiencia del maoísmo no nos solemos sentir muy cómodos al abordar la cuestión. Fue un episodio juvenil, en una época turbulenta, dentro de un panorama ideológico que, desde la perspectiva actual, nos parece bastante disparatado. Al paso del tiempo, y salvo para quienes quedaron petrificados bajo el peso de aquellas ideas, evocar la experiencia maoísta resulta bastante arduo y hasta penoso.
¿Qué fue el maoísmo? ¿Hubo uno solo o fueron varios? ¿Cuál llegó a ser su importancia real? ¿Cuáles fueron sus debilidades más destacadas?
A estas y a otras preguntas trataré de dar respuesta en mi intervención.
Al intentarlo, una de las primeras dificultades que surgen reside en la in-suficiente especificidad de ese objeto llamado maoísmo. La influencia china se tradujo principalmente en la proliferación de corrientes y grupos que por economía de lenguaje podemos llamar maoístas.
El maoísmo fue el universo ideológico formado por los seguidores de las ideas que venían de China a través de las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Pekín.
Pero ¿realmente hubo un único maoísmo, o fueron varios? Lo cierto es que fue uno y, a la vez, varios. Fue uno, puesto que todas las organizaciones maoístas tuvieron en común su
identificación con los textos de Mao Zedong y su adhesión a la política china. Pero, a la vez, fueron varios, como ahora tendré ocasión de mostrar. Un sus- trato común maoísta sirvió de vehículo y de cemento ideológico para diferentes corrientes y para impulsar variados propósitos políticos. Las ideas llegadas de China que inspiraron a los maoísmos tenían con frecuencia un carácter suficientemente enigmático como para alimentar empeños muy diferentes. Era poco probable que pudieran tener efectos similares sentencias metafóricas tan del gusto del mundo oficial chino como aquella de «El árbol prefiere la calma pero el viento continúa soplando».
Hechas estas advertencias, empezaré por los maoísmos europeos para seguir con los latinoamericanos.
El maoísmo europeo de la primera generación
El primer maoísmo europeo se fue gestando en los años cincuenta del siglo XX e irrumpió públicamente hacia mediados de los sesenta.
Estuvo integrado por miembros de diversos partidos comunistas que habían mostrado su disconformidad con el proceso de desestalinización emprendido por Jruschov en 1956, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.
En ese Congreso, Jruschov preconizó una nueva política de amistad con los Estados Unidos. Postuló, asimismo, una vía pacífica para la transformación social, diferente de la que sostenía la República Popular China. Formuló también una condena de Stalin, hasta entonces venerado en China: «En muchos casos –declaró Jruschov–, Stalin mostró su intolerancia, tuvo un comportamiento brutal y abusó de su poder».
La crítica de Stalin y del culto a la personalidad ponía en cuestión inevitablemente la figura de Mao Zedong, al que hasta 1956 se solía nombrar como el Stalin chino.
Mao respondió a la desestalinización jruschovista con una reivindicación de los méritos de Stalin: «El Comité Central [del Partido Comunista chino] –afirmó en 1956– considera que Stalin cometió un 30% de errores y tuvo un 70% de aciertos, y que, en su conjunto, fue un gran marxista» (“Sobre diez grandes relaciones”, 25 de abril de 1956). Los errores de Stalin fueron tenidos por los dirigentes chinos como de carácter parcial y temporal (“Fortalecer la unidad del Partido, continuar sus tradiciones”, 30 de agosto de 1956). Tan precisa distinción entre el 30% y el 70% hizo fortuna y se convirtió pronto en doctrina oficial que recorrió el mundo maoísta.
Cuando salieron a la luz las divergencias entre los gobernantes chinos y los soviéticos a raíz del XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, celebrado en 1961, los sectores de los partidos comunistas opuestos a la desestalinización y a la política de Jruschov de colaborar con los Estados Unidos encontraron una oportunidad de oro para agrupar fuerzas.
Los debates en el interior de los partidos comunistas facilitaron algunas escisiones de las que nacieron los primeros grupos prochinos que, las más de las veces, se denominaron partidos comunistas marxistas leninistas. Grupos de estos los hubo en Francia, Bélgica, Portugal y otros países. En Italia, el primer grupo escindido del PCI se formó en 1962, en Padua, y acabó uniéndose a otros grupos locales para constituir el PCI (m-l) en 1966. En España pronto se formaron dos corrientes: una que duró poco tiempo y otra que, con el nombre de Partido Comunista de España (M-L), publicó la revista Vanguardia Obrera. Esta última fue apoyada durante años por el Gobierno de Albania, y de ella surgieron el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP).
¿Qué distinguía a estas organizaciones? Entresacaré tres rasgos muy sobresalientes.
En primer lugar, una actitud política más dura que la de los partidos comunistas. Cuando digo más dura estoy pensando en un mayor radicalismo en reivindicaciones y objetivos, que muchas veces tenía mucho de simple verbalismo intemperado. Esto se aplicaba tanto a la política interior, con invocaciones a la lucha de clases, frente a los “inadmisibles compromisos”, y a la violencia revolucionaria, como a la política exterior, con un particular énfasis en el antiimperialismo y en la oposición a la política soviética de coexistencia pacífica con el bloque capitaneado por Estados Unidos.
En segundo término, había en estos grupos una acusada identificación con la historia del movimiento comunista internacional y de la Internacional Comunista y una defensa de la figura de Stalin, lo que comportaba una condena del Gobierno soviético en la medida en que trataba de distanciarse de ese pasado.
En tercer lugar, se trataba de grupos sumamente dogmáticos, abiertamente hostiles a cualquier tentativa de reconsiderar críticamente el valor del marxismo y del leninismo, a los que pronto agregaron el pensamiento de Mao Zedong.
Los documentos chinos de las controversias con la Unión Soviética, así como las obras de Mao Zedong, suministraron la doctrina de todos estos pequeños partidos.
Cuando se produjo la Revolución Cultural, entre 1966 y 1969, estos grupos se convirtieron en ardientes propagadores de cuanto procedía de Pekín.
La Revolución Cultural
La Revolución Cultural fue una sucesión de acontecimientos que tuvieron lugar en un sentido amplio entre 1965 y 1976, y de modo más restringido entre abril de 1966 y 1968, o, yendo algo más lejos, abril de 1969, cuando se celebró el IX Congreso del Partido Comunista, que vino a proclamar la victoria del sector de Mao Zedong en la confrontación que había tenido lugar en el partido durante este período.
Aun a riesgo de simplificar en exceso, se puede decir que la Revolución Cultural fue una ofensiva de un sector del partido y del Estado, el encabezado por Mao Zedong, para descabalgar del poder a otros sectores rivales.
Esa lucha se libró sobre un paisaje en el que ocupaban un lugar relevante los problemas de orientación de la política económica, tras los desastres del Gran Salto Adelante, de 1958, y un profundo malestar social, especialmente perceptible en el ámbito urbano.
En la lucha desencadenada en 1965, el primer blanco visible de los maoístas fue la que llamaron “la banda negra”, representada por Peng Cheng, el alcalde de Pekín; el segundo blanco, y sin duda el principal, el grupo de Liu Chaochi, entonces presidente de la República, que tenía una firme posición en el aparato estatal, especialmente desde que Mao había dejado de ser presidente. Mao, en el 65, se confesó aislado. A este sector pertenecía Deng Shiaoping, que fue parcialmente rehabilitado en 1973, y que acabó por imponer su autoridad en el partido y en el Estado.
En el curso de la Revolución Cultural se gestó otro conflicto entre los fieles a Mao Zedong y una parte de los dirigentes del Grupo Central de la Revolución Cultural, entre los que destacaba Wang Li. Este sector, calificado por Mao de ultraizquierdista, fue depurado en septiembre de 1967.
En el sector de Mao Zedong, que resultó triunfador al cabo de esta pelea, figuraban entre otros el jefe del Ejército y delfín de Mao, Lin Piao, que a su vez cayó en desgracia en 1971; el primer ministro Chu Enlai; el ideólogo Chen Pota; el jefe de los aparatos de seguridad, Kang Shen; los dirigentes de Shangai Chang Chunkiao y el más joven, Yao Wenyuan, así como la esposa de Mao, Kiang Tsing, dedicada a asuntos culturales.
La Revolución Cultural tuvo las características comunes de estas luchas: intrigas, pruebas de fuerza, depuraciones, castigos. Como antes el Gran Salto Adelante, supuso un feroz enfrentamiento. Pero, presentó algunos rasgos genuinos que la distinguieron de otras pugnas en el interior del poder como las que se habían observado en la Unión Soviética.
Hay que mencionar aquí el hecho de que esa lucha en la cúspide del poder se abrió en cierta medida a la sociedad o a sectores de la sociedad, a una sociedad a la que hasta entonces se había mantenido silenciosa, contenida y atomizada. Un sector del poder recurrió a una parte de la sociedad, muy especialmente a jóvenes del mundo urbano, para combatir a otros sectores en el poder.
Así se dio el llamativo espectáculo de la gran ofensiva lanzada por los Guardias Rojos, con el apoyo de Mao, contra una parte importante del partido, hasta entonces en el vértice del poder. Mao se apoyó en sectores sociales insatisfechos para desarticular el partido.
Entre 1966 y 1968, el poder quedó en manos del Grupo Central de la Revolución Cultural en alianza con el Ejército, con los servicios de seguridad y con parte del Gobierno, y contando con la fuerza de choque de los Guardias Rojos. Distintas facciones de Guardias Rojos llegaron a luchar entre ellas, con una inusitada violencia, en episodios que estaban tomando el cariz de una guerra civil.
Esto, visto por ojos juveniles europeos y tamizado por la información oficial china, cobraba el aspecto de una revolución dentro del proceso revolucionario mismo, una original experiencia de participación popular contra los dirigentes burocratizados y conservadores. Pero la realidad fue menos estimulante: las movilizaciones de la Revolución Cultural estuvieron más o menos encuadra- das por el Ejército y, además, la extensión del conflicto a la sociedad dio lugar a un creciente control social y al uso de procedimientos como el escarnio, las deportaciones, los trabajos forzados y los asesinatos.
Los maoístas de entonces no supimos sino mucho después que en esos tres años habían sido ejecutadas miles de personas.
Lo cierto es que la Revolución Cultural apareció revestida de una retórica revolucionaria, antiburocrática, democrática y antiproductivista que contribuyó a legitimarla a los ojos de quienes iban a ser sus seguidores lejos de China. De esa retórica se nutrió el maoísmo.
Pero, antes de continuar, quizá no esté de más enunciar algunos acontecimientos más o menos coetáneos de la Revolución Cultural que nos dan pistas sobre la efervescencia de la época y que enmarcan, y en cierto grado explican, ese curioso fenómeno que fue el maoísmo. Seis años antes triunfó la Revolución cubana. En esos mismos años se desarrollaban la guerra de Vietnam y las grandes movilizaciones contra la intervención norteamericana. En 1968 tuvo lugar el importante movimiento de Mayo en Francia. El cuadro necesita ampliarse al menos con una alusión a las guerrillas latinoamericanas y a las luchas de las colonias portuguesas. En ese contexto de ebullición internacional y de alta tensión ideológica se sitúa la Revolución Cultural y el nacimiento del segundo maoísmo europeo, al que ahora me voy a referir.
La segunda generación del maoísmo europeo
En efecto, junto al primer maoísmo, muy tradicional y ortodoxo, surgió un segundo maoísmo, precisamente en el período mismo de la Revolución Cultural y en empatía, más bien imaginaria, con el proceso chino.
En él se integraron personas más jóvenes, frecuentemente universitarias, y pocas veces procedentes de los partidos comunistas.
Estos jóvenes sintonizaban más con lo que creían ver de innovador en el proceso chino que con las viejas leyendas del movimiento comunista internacional. Daban por buenas las tesis chinas sobre Lenin y Stalin, pero les apasionaba más la imagen mítica de la Revolución Cultural, una revolución en la revolución, que transmitían los medios chinos.
Sus creaciones colectivas venían a tener algo de reproducción o de escenificación de los temas de la Revolución Cultural, lo que, dicho sea de paso, dio lugar en Europa a situaciones bastante exóticas.
La autotransformación ideológica fue uno de los temas predilectos.
Es difícil imaginar y entender hoy el éxito que alcanzaron lemas chinos como aquel que aconsejaba «ser modestos y prudentes, prevenirnos contra el engreimiento y la precipitación…», o la recomendación de seguir el ejemplo del médico canadiense Norman Bethune, su «total dedicación a los demás sin la menor preocupación por él mismo» y su «infinito cariño» por el pueblo.
De China fue importado un curioso artilugio ideológico llamado línea de masas. Esta orientación, que se resumía en aquello de partir de las masas para ir a las masas, fue formulada en el período de la zona liberada de Yenán, en 1943, con el fin de restar autoridad a los intelectuales del partido, en los que no confiaba mucho Mao Zedong. Posteriormente, fue un procedimiento de dirección y encuadramiento de la población. Sin embargo, para los jóvenes maoístas occidentales venía a ser un código de conducta para actuar en la sociedad.
En ese código figuraban algunas normas imperativas del estilo de: «Para mantenernos vinculados con las masas, debemos actuar de acuerdo con sus necesidades y deseos»; hemos de «prestar profunda atención a los problemas relativos a la vida de las masas»; hay que respetar el principio de voluntariedad; necesitamos ser alumnos y maestros al mismo tiempo; «servimos al pueblo y por eso no tememos que se nos señalen y critiquen nuestros defectos».
Muchas de estas máximas, más allá de su aire cándido y simplificador, eran en rigor irreprochables, pero, en China, formaron parte del arsenal del sector maoísta en su lucha contra sus adversarios, a los que denunciaba por no aplicarlas.
De esta generación de organizaciones maoístas formaron parte las principales corrientes del maoísmo español: el PT (Partido del Trabajo), la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores) y el MC (Movimiento Comunista), así como otras de implantación más reducida.
La organización francesa UJC (m-l), disuelta el 12 de junio de 1968 y sustituida por La Gauche Proletarienne, fue una expresión extrema de este maoísmo de la segunda generación. Tras su nueva prohibición en junio de 1970, y la condena de su dirigente Alain Geismar a 15 meses de cárcel, la GP se proyectó en tres planos: los comités de lucha de base, sobre todo en las fábricas; las acciones clandestinas (sabotaje, especialmente), de la Nueva Resistencia Popular, en la estela espiritual de la Resistencia de la II Guerra Mundial; y, tercero, la creación de frentes democráticos, con simpatizantes variados, entre ellos destacados intelectuales, como Jean-Paul Sartre.
El maoísmo francés fue el más exuberante y el más literario. En él, más que en ningún otro, se desarrolló la proletarización de muchos de sus miembros; en él también fue más severa e implacable la decepción, tras una década de fantasía y de aventuras más o menos revolucionarias.
Carencias importantes
El poder chino bajo Mao Zedong, tan idealizado como mal conocido por los maoístas occidentales, fue ferozmente represivo.
Los admiradores de la Revolución Cultural desconocíamos esta dimensión feroz de la experiencia china, pero había en nosotros ciertas debilidades que facilitaban esa conexión con el universo revolucionario chino. Si pensamos en el maoísmo más próximo geográficamente, y por supuesto en el que yo conocí y viví directamente, al echar la vista atrás tropezamos con algunos elementos altamente problemáticos, a los que aludiré a renglón seguido.
Lo primero que resalta, cuando recordamos aquel ambiente, es la frágil relación con el mundo real.
Esto significa, antes que nada, un mal conocimiento de la realidad, e incluso, con frecuencia, estados colectivos de ceguera.
La defectuosa percepción de lo que, para no extendernos, podemos llamar el mundo real iba acompañada de una cultura de libro en la que se asentaba un universo de ficción. Para muchos antifranquistas jóvenes, maoístas o no, muy frecuentemente alejados por su origen social de los medios obreros o agrarios, el pueblo, antes que una realidad, era un objeto literario. Otro tanto ocurría con la clase obrera. De hecho, las representaciones míticas constituían una peculiar forma de rechazo de la cruda realidad. Pero, a su vez, ese imaginario actuaba como una pantalla que se interponía entre los grupos organizados y la realidad.
Hay que tener en cuenta que la mala percepción de la sociedad estaba eficazmente abonada por el franquismo. Su existencia misma, con el inevitable enmudecimiento de la sociedad, era un potente factor de opacidad, lo que dejaba el campo libre para toda suerte de suposiciones, hipótesis, prejuicios y ensoñaciones. El microclima franquista, en la medida en que mantenía escondida a la sociedad real, daba rienda suelta a las construcciones mentales surrealistas.
Un audaz voluntarismo podía desplegarse gracias a la deficiente relación con el mundo real y a una subestimación de los límites de la propia acción. Significativos de la correlativa emancipación de la realidad eran lemas de éxito en esos años, como el de la imaginación al poder o aquel otro que preconizaba directamente pedir lo imposible.
Un título de La Cause du Peuple, órgano de La Gauche Proletarienne francesa, sintetizaba ese voluntarismo, esa fantasía liberada de la realidad y un verbalismo no muy prudente. Dicho título anunciaba durante el proceso de su líder Alain Geismar que «Ni un solo poli saldrá vivo del París insurrecto».
En el reino de la fantasía se movían a sus anchas las grandes ideologías revolucionarias heredadas del siglo XIX, y corregidas o recompuestas en el siglo XX. Fue una época muy ideologizada, difícil de entender por las generaciones posteriores. Esa generación «construyó un imaginario donde todavía se habla- ba de hacer la reforma agraria de los años treinta, o se diagnosticaba la crisis inminente del capitalismo, o se decía representar a un proletariado revolucionario» (Víctor Pérez Díaz, “Hiperrealismo mágico”, El País, 1 de noviembre de 1994). En ese febril clima, los diversos grupos se deslindaban unos de otros tras intensas y duraderas discusiones sobre si la revolución había de partir del campo o de la ciudad, si debería tomar la forma de una guerra prolongada o de una insurrección urbana de menor duración, o sobre el tamaño de las fincas que habían de ser expropiadas.
Las ideologías daban sentido a los grupos y a las personas, legitimaban su acción, alimentaban su solidaridad y sus esperanzas, y ayudaban a evadirse de una vida social poco atractiva.
Los grupos maoístas se distinguieron también por su tendencia a la pureza y a lo absoluto, tendencia que en algunos casos guardaba cierta relación con la influencia del catolicismo social o incluso con la retórica falangista con la que habían sido bombardeados en su adoslescencia bastantes antifranquistas jóvenes. Las grandiosas aspiraciones anulaban el sentido de la contingencia. Lo que estos pequeños grupos hacían no podía dejar de tener para ellos una trascendencia histórica.
De esa propensión a lo puro, a lo absoluto, a lo trascendente, del anhelo de un mundo perfecto, salió lo que, en un sentido no muy específico, podemos llamar extremismo: un extremismo que crecía en simetría con el extremismo contrario del régimen franquista, como si el uno legitimara al otro. Lo malo es que ese extremismo agrandaba las distancias con las mayorías sociales.
A la hora de sobrevolar los males de aquellas experiencias no puedo dejar de hacer mención a su anacrónico o premoderno carácter comunitarista. No quiero olvidar que en distintas organizaciones maoístas, y ese es el caso de aquella a la que yo pertenecí, el Movimiento Comunista, se vivió una intensa solidaridad, reforzada en respuesta a la represión franquista, un apoyo mutuo y una generosidad dignas de encomio. Hasta el punto de que algunos, todavía años después, guardamos unos gramos de nostalgia de aquel apoyo mutuo. Pero ello no me lleva a ignorar que, junto a todo eso, en organizaciones como aquella había un exagerado control social, una presión ideológica excesiva y una enojosa tendencia a homogenizar los estilos de vida, todo lo cual definía un clima agobiante.
Los grupos maoístas se veían a ellos mismos como organizaciones de combate y como partidos políticos. Pero, de hecho, no eran partidos políticos en el sentido convencional de los regímenes liberales modernos (esos partidos no podían existir bajo el franquismo). El concepto que mejor cuadraba con ellos era el de comunidades de acción y de ideas, en una acepción muy densa: colectividades con una moral y unas creencias compartidas, con unas formas de vida peculiares, cuyos miembros interactuaban fuertemente. Eran mundos colectivos en los que el individuo pesaba poco, en los que cuadraba mal la autonomía individual.
He de referirme, en fin, aunque sea someramente, a los graves defectos de la que fue nuestra cultura respecto a la democracia y a los derechos individuales. ¿De dónde venían los defectos de la cultura democrática juvenil antifranquista? Primero, y antes que nada, de la propia historia, una historia marcada por la debilidad de las tradiciones democráticas y, en particular, por el estrangulamiento de lo mejor de la tradición liberal bajo el franquismo.
Segundo, de la pulsión revolucionaria y de las referencias a las revoluciones del mundo moderno, las cuales, en la mayor parte de los casos, se concibieron como estados de excepción que empezaron por dejar en suspenso derechos y garantías, para acabar perpetuándose como tales estados de excepción.
Los límites de la cultura democrática de los jóvenes antifranquistas venían, en tercer lugar, de la idea de que el empleo de la violencia es un recurso legítimo para llevar a la práctica los proyectos de transformación social. Si el socialismo era una cosa indiscutiblemente buena que debía ser alcanzada, premisa primera, y si no podía alcanzarse por vía pacífica (como pensábamos), segunda premisa, la conclusión era que resultaba lícito acceder a él por la fuerza. Estábamos persuadidos de que era legítimo servirse de la violencia para conseguir la deseable transformación de la sociedad.
Y cuarto, para no alargarme, la crítica marxista, o más precisamente marxista- leninista, de la democracia liberal, alentó una contraposición desgraciada entre democracia formal y democracia real, lo que acabó mermando el valor que se daba a las formas jurídicas, como si pudiera haber una democracia real sin formas debidamente democráticas.
Estas concepciones generaron una conciencia con una sustancia democrática auténtica, de la que nacía el combate contra el franquismo, pero que estaba contaminada por componentes no democráticos o antidemocráticos, lo que se podía percibir cuando, al hablar de uno u otro proceso revolucionario, se disculpaban las violaciones de los derechos humanos, o la falta de garantías jurídicas, o los procedimientos de gobierno antidemocráticos, o el régimen de partido único.
Se daba, así, la paradoja de que la lucha por el fin de la dictadura, por las libertades democráticas y por los derechos nacionales, tenía mucha importancia en la actividad que se realizaba pero, al mismo tiempo, se insertaba en una perspectiva en la que esas mismas libertades por las que se luchaba podrían verse negadas en el marco de una hipotética revolución.
Con estas observaciones, sin duda demasiado sumarias, abandonamos Europa y nos trasladamos a América Latina.
América Latina
El contexto histórico de los años sesenta en aquel continente explica que el maoísmo nunca adquiriera allí la envergadura que había alcanzado en Europa. El 1 de enero de 1959 había triunfado la Revolución cubana, tras un proceso relativamente breve y no muy complejo. Cuba se convirtió pronto en un modelo, que trajo consigo la proliferación de experiencias guerrilleras que trataban de calcar el original, sin prestar la debida atención a las peculiaridades de cada país. El ejemplo cubano actuó antes de que tuviera lugar la Revolución Cultural china y ejerció una notable influencia. Destacaron entre las experiencias de inspiración cubana o guevarista las venezolanas de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional y del Frente Guerrillero José Leonardo Chirinos, de Douglas Bravo; la colombiana del ELN, de Camilo Torres; las guatemaltecas Fuerzas Armadas Rebeldes; el mexicano Partido de los Pobres, de Lucio Cabañas.
No figura entre estas guerrillas la de los Tupamaros, que tuvo una trayectoria original dentro del conjunto de la lucha armada latinoamericana. Tampoco se puede incluir en el conglomerado castrista o guevarista a la guerrilla más importante y duradera de todas, las FARC colombianas, creación del Partido Comunista de Colombia en los años cincuenta, antes de que comenzara el proceso guerrillero cubano. Asimismo, quedan excluidos de la lista guevarista el ERP argentino, inicialmente bajo influencia trotskista, o los Montoneros, también de Argentina, surgidos del peronismo.
Con todo, sí hubo maoísmo en América Latina.
Al igual que había ocurrido en Europa, una parte de este maoísmo procedía de los partidos comunistas. En este renglón hay que destacar el caso peruano del que hablaré ahora.
En otros casos, se trataba de experiencias más innovadoras, como la de la Organización de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas, de México, algunos de cuyos miembros siguen desempeñando papeles relevantes muchos años después de la disolución del grupo, como quien fue su secretario general, Luis Hernández Navarro, responsable hoy de la sección de opinión del diario La Jornada.
Pero, ciertamente, en el variado horizonte del maoísmo latinoamericano, la experiencia de Sendero Luminoso fue la más relevante, la más poderosa y la que llevó más lejos sus excesos.
Sendero Luminoso
Sendero Luminoso fue el fruto de una escisión producida en 1970 en el Partido Comunista de Perú-Patria Roja, el cual a su vez se había escindido del PCP el año anterior.
Durante diez años llevó a cabo una labor aparentemente similar a la de otros grupos de parecido origen. En esa década se dio tanto un pronunciado proceso de fragmentación de la izquierda como variados intentos de reagrupación, sobre todo en la segunda mitad de la década. El maoísmo llegó a ser la corriente más amplia de la extrema izquierda.
Los maoístas de las distintas tendencias coincidían en ver la sociedad peruana como semifeudal; la Unión Soviética, en concordancia con la crítica china, era considerada como socialimperialista; y, en términos generales, se orientaban hacia una guerra revolucionaria prolongada que debería progresar partiendo del campo para acabar llegando a las ciudades.
Sendero Luminoso permaneció al margen de las unificaciones en la izquierda, y en mayo de 1980 inició la actividad armada; duró hasta 1992, con la captura por la policía de los principales dirigentes, y quedó formalmente liquidada en 1996 mediante el Acuerdo de Paz concluido por Sendero Luminoso con el Gobierno de Fujimori. No obstante, en los años posteriores ha vuelto a brotar aunque a una escala más reducida. El período álgido de la violencia senderista, que fue también el de su máxima influencia, se extendió desde 1987 hasta 1992, y más especialmente, entre 1991 y 1992.
Como fuerza organizada, la Comisión de la Verdad peruana ha estimado que en 1980 contaba con 520 miembros y al final de la década se acercaba a los 3.000. Su actividad causó alrededor de 25.000 víctimas. Actualmente, en las cárceles hay un millar de senderistas, con condenas de entre 15 y 25 años.
El mundo ideológico de Sendero tomó de Mao ideas tales como la de la inevitabilidad de la violencia para llegar al socialismo; la necesidad de revoluciones culturales tras la toma del poder; el propósito de cambiar la concepción del mundo de la sociedad.
El encargado de ensanchar el caudal ideológico maoísta fue Abimael Guzmán, el denominado camarada Gonzalo, quien fue considerado la cuarta espada del marxismo. Lo mismo que se había hablado de pensamiento maozedong, pasó a hablarse de pensamiento gonzalo.
El endiosamiento del líder trajo consigo un estilo cada vez más religioso. Para hacerse una idea de este fenómeno basta con recordar algunas de las frases del camarada Gonzalo.
Su escrito titulado “Por la nueva bandera” va encabezado por la no muy original sentencia de «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», y sigue con mensajes en el más puro estilo metafórico de Mao Zedong: «El viento se lleva las hojas, pero va quedando el grano». «Dos banderas luchan en el alma: una negra y otra roja». Abimael Guzmán, predicador dualista, llamaba a lavarse el alma, contra las podredumbres individuales y el estiércol abandonado.
No faltaba el paralelo con la figura del diablo: «El enemigo está dentro». En un arrebato entre bíblico y escatológico, exclamaba: «Comencemos a quemar, a desarraigar ese pus, ese veneno; quemarlo es urgente…».
Quienes se oponían al inicio de la actividad armada eran tachados de gentes de poca fe. «Algunos qué poca fe tienen, qué poca caridad, qué poca esperanza». Con los considerados enemigos de clase, las cosas no se presentaban mucho mejor: «El pueblo se encabrita [contra los reaccionarios], los coge de la garganta, los atenaza, y, necesariamente, los estrangula… lo que quede lo incendiará… y sus cenizas las esparcirá… ». Para acometer tan ardua tarea, invitaba a constituir «las invencibles legiones de hierro».
Una vanguardia totalitaria
En los hechos, Sendero Luminoso fue obra de jóvenes relativamente instruidos, por encima de la media nacional, que querían moldear la sociedad en un sentido singular. Según un informe de CINTERFOR (Centro Interamericano de Investigación y Documentación sobre Formación Profesional), Sendero ofreció una identidad política a las víctimas de la descampesinización y de la desindianización. No eran indios sino provincianos mestizos. «… Los indicadores “provinciano” y “mestizo” –continúa el informe– tienen mucha importancia en un país centralista y racista».
Esos jóvenes formaban parte de ese porcentaje que estudiaba secundaria o superior y que entre 1960 y 1980 subió de un 19% a un 76%.
En su formación pesó mucho la expansión de los manuales marxistas chinos y rusos, que invadieron los centros de enseñanza; se habló de un fenómeno de manualismo, contribuyendo a cimentar una cultura libresca ajena a la sociedad real.
De lo uno y de lo otro resultó el clima autoritario en el que crecieron los jóvenes senderistas, para los que la sociedad venía a ser una masa de maniobra para la vanguardia. Esta tenía la misión de conducirla y moldearla siguiendo sus propios planes. En la relación entre partido y masas, «el Partido lo decide todo». En 1988, Abimael Guzmán escribía:
«… A las masas hay que enseñarles con hechos contundentes, para con ello rema- charles las ideas… Las masas en el país necesitan la dirección de un Partido Comunista, esperamos, con más teoría y práctica revolucionaria, con más poder, llegar al corazón mismo de la clase y del pueblo y realmente ganarlo».
Así pues, y siguiendo el mencionado informe de CINTERFOR,
«… Sendero Luminoso aparece, por un lado, como portador de un orden autoritario, que se expande de manera violenta en contraposición y lucha no solo contra el Estado sino contra esos otros intentos más o menos democráticos que surgían desde la sociedad. Por otro lado, Sendero Luminoso aparece como una reacción antimoderna».
No quiero terminar sin mencionar las críticas que el despliegue de Sendero Luminoso suscitó en la izquierda.
Esas críticas recalcaban que la acción de Sendero servía para provocar la represión. La rechazaban, asimismo, porque no era una actividad de masas.
Pero la crítica tenía un punto particularmente débil ya que oponía la violencia real que ejercía Sendero Luminoso a una violencia ideal inexistente. La crítica no rechazaba la violencia como instrumento político sino su oportunidad y su forma.
La violencia de Sendero no era un acto de defensa propia frente a una agresión, ni un medio para acabar con una tiranía, sino el procedimiento escogido deliberadamente para establecer un nuevo régimen político y social.
Y la denuncia del empleo de la violencia para imponer un programa político tanto al Estado como a la sociedad es lo que se echaba en falta en las críticas de los grupos de izquierda. Los partidos que criticaban a Sendero compartían la idea de que «el poder político se conquista mediante la violencia».
En coherencia con estos límites de la crítica de los partidos de izquierda, se veía a los militantes de Sendero como compañeros equivocados que formaban parte del campo popular.
Tal percepción se mantuvo hasta 1989, cuando hizo su aparición un nuevo punto de vista, pero no como resultado de una consideración autocrítica en la izquierda sino porque se incrementaron los ataques senderistas y los asesinatos de dirigentes de izquierda, acusados de revisionistas o de traidores al pueblo.
Después de 1996, el senderismo retrocedió, pero desde 1997 ha ido emergiendo de nuevo, principalmente en los valles cocaleros de Huallaga, Ene y Apurimac, tratando de sacar partido del fracaso de los cultivos alternativos. Su actividad se centra en implantarse en esas zonas, visitar los pueblos y arengar a sus habitantes y, de paso, reclutar a jóvenes y montar un dispositivo financiero, gracias a la economía de la droga. El tiempo dirá si en la sociedad peruana hay lugar para la resurrección del senderismo.
Decía al iniciar mi exposición que quienes, en nuestra juventud, pasamos por la experiencia del maoísmo no solemos sentirnos muy orgullosos de aquel episodio. Espero que mis palabras hayan servido al menos para dar cuenta de la incomodidad de alguien que pasó unos años haciéndose maoísta y otros años más tratando de deshacerse de tan pesado equipaje.