Los preparativos de la conmemoración del 70 aniversario de la derrota de Japón en la II Guerra Mundial están sirviendo para reivindicar el papel de China en la contienda (con polémicas ad intra sobre el papel de comunistas y nacionalistas) y para propiciar una nueva vuelta de tuerca respecto a dicho pasado en un contexto en que los síntomas de agudización de las diferencias históricas, territoriales y estratégicas entre China y Japón proliferan por doquier. La parada militar prevista para el 3 de septiembre próximo emulará a la del 9 de mayo en Moscú. Shinzo Abe fue invitado, pero no es probable su asistencia. Tampoco Ángela Merkel asistió a la Plaza Roja. Putin estará en Beijing.
En los últimos meses, las exigencias chinas a propósito de una asunción sincera de aquel flagelo histórico, de arrepentimiento y responsabilidad por parte nipona, han exhibido un tono ascendente. Tanto en lo general como en lo concreto. La satisfacción por el anuncio de que Mitsubishi Materials ofrecerá una indemnización y una disculpa a los trabajadores chinos esclavizados en las minas explotadas por esta empresa (tras hacer lo propio con prisioneros de guerra estadounidenses), coexiste con la activación del recuerdo de uno de los episodios más negros de la ocupación japonesa en Manchuria: la Unidad 371, base de investigación de la guerra bacteriológica y química, situada a las afueras de Harbin, donde las tropas ocupantes experimentaron con seres humanos.
La falta de asunción de una autocrítica suficiente, rotunda y cabal por parte de Japón respecto a sus responsabilidades históricas lastra seriamente esa reivindicación de recuperación de la “normalidad” por parte de Abe y nutre una razonada desconfianza que no alcanza a diferenciar entre remilitarización y militarismo, vocablos que hoy resumen el debate acerca del rearme por parte de Tokio. Sin duda, podría y debería hacer más por despejar las dudas en este sentido y abandonar cualquier titubeo con el revisionismo histórico.
Por otra parte, la disputa sobre las islas Diaoyu/Senkaku, ahora atenuada respecto al ardor de meses atrás, sigue latente enturbiando las relaciones bilaterales. Las recientes declaraciones del ex presidente taiwanés Lee Teng-hui ante la Dieta nipona reconociendo su pertenencia a Japón han provocado un incesante caudal de críticas en el planeta chino. Asimismo, Beijing rechazó las protestas por sus iniciativas de desarrollo gasístico en el Mar de China oriental.
Por último, el libro blanco de defensa de Japón y la ley de seguridad nacional promovida por el PLD sustentan en la “amenaza china” el giro de 180 grados que está experimentando el marco operativo y legal para cambiar la tradicional política de seguridad permitiendo expandir las operaciones militares en el exterior en nombre de la autodefensa colectiva e instrumentando una política de alianzas que acentúa la competencia estratégica entre ambas capitales. Los recientes ejercicios militares conjuntos entre Japón y Filipinas o, de otro signo, la multiplicación de la inversión japonesa en el sudeste asiático en paralelo al progresivo abandono de la presencia industrial en el continente, son evidencias de una sólida sintonía con la agenda de reequilibrio (contención de facto) que EEUU promueve en la región.
En tiempos en que China concede singular importancia a la promoción de la diplomacia de vecindad como expresión de la bonhomía de su ascenso a la cima del poder económico global, Japón se resiste, perfilándose como una poderosa sombra que extiende su manto a otros países de la región (Filipinas, Vietnam, India…) en lo que será una larga rivalidad de resultado incierto.
Las relaciones sino-japonesas nunca han sido fáciles. Los cambios actuales son inseparables de las transformaciones registradas en Asia-Pacífico en las décadas recientes. En los últimos tiempos se ha advertido una clara voluntad en ambas partes de propiciar un apaciguamiento de la tensión pero no se sustenta en una recuperación del tono conciliador sino en la reafirmación paralela de las divergencias. Esto puede mantener encauzadas las controversias pero no es suficiente para abrir alternativas que aseguren la estabilidad que ambos países precisan.
El diálogo auspiciado en Beijing por Shotaro Yachi, responsable de la seguridad nacional japonesa, y los máximos líderes chinos señala un marco de referencia para ensayar nuevos escenarios en los que ambos países, desoyendo el fácil recurso a la tentación nacionalista, puedan gestionar en positivo su interdependencia para reducir los riesgos de un hipotético conflicto.
Tokio y Beijing deben perfilar el patrón de un modelo de convivencia adaptado a sus respectivas realidades y al protagonismo global creciente de Asia-Pacífico ensanchando aquellos espacios que le permitan compartir liderazgos fortaleciendo en paralelo la autonomía estratégica de la región.