Tras la asunción de la nueva dirección en marzo último al frente de las principales instituciones del Estado, el gobierno chino ha desatado una frenética actividad diplomática. El presidente Xi Jinping viajó a Rusia, África (Tanzania, Congo) y participó en la cumbre de los BRICS en Sudáfrica. El primer ministro Li Keqiang recorrió India, Pakistán, Suiza y Alemania. El vicepresidente Li Yuanchao, Argentina y Venezuela. El ministro de asuntos exteriores emprendió una gira por Tailandia, Indonesia, Singapur y Brunei. En paralelo, celebración del Foro Boao y cumbres de alto nivel con formaciones políticas de Europa. China también fue admitida recientemente como país observador permanente en el Consejo Ártico y ofreció un contingente de 500 efectivos para una misión de paz en Mali. Xi Jinping, por otra parte, emprende ahora una gira que le llevará a Trinidad y Tobago, Costa Rica, México y EEUU… Yu Zhengsheng, presidente de la Conferencia Consultiva y cuarto en la jerarquía visitará Finlandia, Suecia y Dinamarca entre el 30 de mayo y el 7 de junio. Igualmente cabría destacar el papel invocado respecto a Oriente Medio y la cuestión palestina, tras el paso por Beijing de los líderes Abbas y Netanyahu. La única ausencia destacada de este notable periplo es Japón, con quien siguen ensanchándose las diferencias.
El activismo diplomático de China nos deja entrever la plena conciencia de sus actuales dirigentes respecto a la importancia crucial de la presente década. Tres ejes principales sobresalen en este impulso. De una parte, la exaltación de las convergencias con las principales potencias y socios para un orden multipolar (Rusia, India, Sudáfrica, incluso Alemania). De un extremo a otro del planeta, China traslada el mensaje de la necesidad de sumar consensos y alianzas para un salto histórico cuyas condiciones podrían madurar en esta década. La segunda gran preocupación es evitar el conflicto con EEUU formulando las bases de una asociación cooperativa que establezca ese nuevo tipo de relación entre grandes potencias cuyo mayor reto consiste en vencer la desconfianza estratégica. La cumbre entre Obama y Xi Jinping a finales de la semana próxima puede dirimir la clave que más pese en su relación, la cooperación o la confrontación. En tercer lugar, el apaciguamiento de las tensiones territoriales que le circundan, por tierra y mar, evitando una escalada que pueda dañar la estabilidad regional y su imagen en el mundo.
Tanta agitación es parte de una estrategia de doble consolidación. Una, interna, orientada a asegurar la transformación del modelo de desarrollo, un proceso complejo en el que China se juega el éxito o el fracaso de la política iniciada hace más de tres décadas. Se trata de una verdadera filigrana cuya gestión debe derivar en la conformación de un nuevo sistema, con otros equilibrios tanto en lo económico como en lo social, ambiental o político. En el segundo orden, externo, debe consolidar las bases geopolíticas estratégicas y económicas que le permitan solventar sus grandes desafíos en materia de recursos, tanto energéticos como alimentarios, promoviendo políticas activas que afiancen sus intereses y prioridades. Ello le exigirá mayor audacia e involucramiento en la gestión de aquellos diferendos cuyo enconamiento pudiera llegar a afectarle (en Irán o la península de Corea, por ejemplo). Y en dicho proceso deberá decidir el nivel de alineamiento o diferenciación con las tesis occidentales.
El impulso del que somos testigos es fruto del llamado “Consenso Xinhua”, adoptado en diciembre de 2011 en buena medida como consecuencia de los reveses experimentados en su presencia internacional en virtud de un posicionamiento que algunos calificaron de pasivo e inadecuado a la vista de su gigantismo económico. Según entonces se señaló, China debería mostrarse claramente dispuesta a asumir más responsabilidades globales y a proteger sus intereses más intensamente. De forma progresiva, su diplomacia debería ganar en diversidad y complejidad, no solo, como hasta ahora, esencialmente atenta a la búsqueda de recursos o mercados sino comprometida con una concepción integral que aquilate unas ambiciones tradicionalmente muy deudoras de objetivos económicos, marginando otras variables. La dimensión política y estratégica ganará peso y se afianzará con iniciativas que podrían llegar a romper el monopolio que ha ostentado EEUU y Occidente tras el fin de la URSS. La capacidad alternativa de estas proyecciones será moderada y buscará el consenso pero desde el respeto al principio de igualdad soberana de los actores.
La dinamización responsable del capital diplomático acumulado en estos años y nutrido ahora con un poder económico indisimulable supone un desafío para una comunidad de países occidentales habituados en los últimos años a hacer y deshacer a su antojo en nombre de la “comunidad internacional”, sin hacer concesiones a terceros. Ha llegado el momento del encaje. La cooperación de China en la solución de las crisis globales puede ser un aporte innegable, pero el temor a las consecuencias estratégicas de su nuevo estatus puede disparar las desconfianzas si no se arbitra un lenguaje común que integre las preocupaciones e intereses de todos. La cultura diplomática de China está cambiando, ¿y la de Occidente?