Desde la llegada de Obama a la Casa Blanca, los altibajos han presidido las relaciones entre Washington y Beijing. Tras la infructuosa visita de noviembre de 2009 a China, las diferencias se han amplificado, lo que explica el interés de Hu Jintao en plantear esta su segunda visita a EEUU como una oportunidad para ensanchar los espacios para el diálogo y la cooperación. Pero no es fácil. La persistencia de la crisis económica a un lado y el notorio aumento de la confianza a otro parecen haber disparado las reservas reciprocas. Aún importando los asuntos que integran la agenda tradicional común, con especial atención a los contenciosos económicos, la falta de avances en los asuntos políticos y estratégicos nutren las sospechas, si bien estas parecen asumirse con mayor naturalidad y menos catastrofismo.
La razón principal de la desconfianza reside en las incertidumbres políticas que acompañan la modernización china. La suspicacia anida en lo interminable del debate entre los partidarios de una amplia incorporación a su modus vivendi de los valores de Occidente y aquellos que abogan por la recuperación del discurso sinocentrista que ha connotado el devenir histórico de China a lo largo de los siglos. En suma, la pugna y el equilibrio entre el acomodo a las tendencias globales preponderantes y la búsqueda de una política independiente y adaptada a unas especificidades que proporcionan el argumento para sustentar el derecho a la diferenciación. A medida que se acrecienta el poderío económico de China, parece crecer la influencia de la cultura tradicional en su pensamiento político y diplomático. Siendo así, China se cuidará de provocar rupturas o desatar conflictos abiertos que puedan dañar la estabilidad de su propio proceso, pero sin renunciar a la superación del vigente statu quo ni abdicar de las bondades de un sistema político-cultural que le blinda frente a terceros.
La conjunción de su posición geográfica, la acumulación de activos tanto a nivel económico como militar (si bien a un ritmo diferente, pero retroalimentándose mutuamente) y la férrea voluntad política de preservar el espacio vital inmediato le sitúan en posición de afectar los intereses regionales y globales de la potencia hegemónica. Ello comienza a visibilizarse en el entorno más próximo, donde es cada vez más evidente el protagonismo activo de China en detrimento de aquellos intentos que, desde el exterior y liderados esencialmente por EEUU, se impulsan para cuestionar o condicionar su liderazgo ascendente.
China sigue obstinada en rechazar la integración en la red de afinidades (política, económica, estratégica) de Occidente, lo cual invita a EEUU a multiplicar los impulsos y acciones tendentes a la contención con el objeto de lograr modificar los principios de su política, tanto a nivel externo como interno. La ausencia de “destino manifiesto” o la promesa de un “desarrollo pacífico” y beneficioso para todos sabe a poco, si bien su estrategia diplomática seguirá insistiendo en reducir los niveles de hostilidad, sin precipitarse, dejando que el tiempo haga su tarea y vaya colocando las cosas en su lugar utilizando la economía como pieza clave de su poder duro.
Por su pasado, dimensión y status, China considera que debe disponer de capacidades y reconocimiento para tomar parte activa en la definición de un ambiente de seguridad en su espacio próximo. Se trata de un entorno ciertamente delicado, tanto por los problemas de la península coreana, como por las tensiones con Japón, el diferendo con Taiwán o los complejos litigios marítimo-territoriales en los que su táctica no encuentra el eco deseado entre los países vecinos. EEUU lo sabe y ello explica la receptividad encontrada para abrir paso a su empeño en regresar a Asia, generando preocupación en una China que duda de que dicha apuesta sea constructiva, convirtiendo dicha vuelta en uno de los mayores retos estratégicos del gigante oriental. Beijing está dispuesto a «respetar una presencia e intereses razonables de EEUU en la región”, pero no más.
China ansía ejercer de China en el mundo, enfatizando la singularidad de una civilización cuya preservación depende, en última instancia, del poder económico y de la persistencia de una férrea voluntad capaz de sustentar la soberanía política suficiente para impedir la reiteración de cualquier humillación, confiando en sus propias capacidades y potencialidades naturales para desempeñar el papel central que le corresponde en el sistema global. Tal desarrollo, aun sin buscar necesariamente la confrontación ni tratar de imponer a terceros otra cosa que no sea el respeto derivado de su idiosincrasia, implica el surgimiento de un nuevo actor internacional de proyección global capaz de gravar de facto a terceros con unas nuevas reglas de juego, claramente limitadoras de la tradición vigente en los dos últimos siglos.
A Hu Jintao le interesa obtener de Obama un compromiso de no intervención en contenciosos como Taiwán, Tibet, Xinjiang, o que rebaje la presión en los asuntos relacionados con el sistema político (derechos humanos), compensando esa neutralidad con vagas promesas de no competir por la hegemonía en ningún terreno, civil o militar. No obstante, en tanto no se despejen las dudas respecto a su hoja de ruta en lo político, el margen de maniobra será muy estrecho.