Como si no tuviera bastante con las tensiones político-territoriales en Xinjiang, Tibet o, de otro signo, en Hong Kong y Taiwán, a China se le abre otro frente en Mongolia Interior. Coincidiendo con la vuelta a la escuela, los padres y alumnos se movilizan contra una nueva norma que impone la enseñanza en mandarín desde las edades más tempranas, en detrimento del mongol. Según la nueva disposición, en todas las clases, literatura, historia o moral no se enseñarán jamás en mongol. Los cambios afectan singularmente a los alumnos de la escuela primaria y los de primer año de la escuela secundaria.
La decisión, al parecer, fue tomada por el gobierno local y va abiertamente en contra del propio espíritu de la normativa vigente sobre las autonomías que prevé la libertad de las nacionalidades minoritarias para desarrollar y hablar su propia lengua.
Acontece, además, que en los textos legales de esta región autónoma, cronológicamente la primera de las cinco que actualmente existen en China, se preceptúa que el mongol es lengua oficial.
Con cierta reiteración, desde hace años, se suceden las campañas de promoción del mandarín o putonghua, ahora asociadas a la lucha contra la pobreza, incidiendo en la consideración de su desconocimiento como un obstáculo para progresar. La extensión del uso del mandarín y de los caracteres chinos constituye también una parte sustancial de la política para fomentar la unidad étnica, conforme a los parámetros dominantes.
La autonomía fue siempre un ornamento institucional de escasa miga. Los principales resortes del poder están al cuidado de los Han, secundados por transformaciones notables de la estructura demográfica. Hoy, de los 25 millones de habitantes de Mongolia Interior sólo restan 4,5 millones de mongoles, una consecuencia de la inmigración de la mayoría Han, en curso desde finales del siglo XIX. En los últimos tiempos, la importancia de las materias primas y, sobre todo, de las tierras raras, alentaron una transformación industrial acompañada del incremento del éxodo rural de los mongoles, pueblo tradicionalmente nómada, cara las ciudades, donde el mandarín es la lengua de uso corriente y mayoritario. Ese proceso se ve acusado todavía más con el estímulo al turismo, que folcloriza sus tradiciones culturales para divertimento de los visitantes y acelera el proceso de sinización. La erradicación de la lengua materna de las escuelas incidirá de forma muy acusada en la liquidación de la lengua y cultura mongolas.
Algunos asocian esta decisión con la adoptada en marzo por la vecina República de Mongolia. Ulán Bator introdujo un nuevo plan de estudios que preceptúa la enseñanza en escritura tradicional mongol para 2025, corrigiendo el cambio a la escritura cirílica adoptada en 1946, después de obtener la independencia de China. Puede que en Hohhott se tema el surgimiento de una complicidad cultural (y/o política) entre dos realidades que comparten una cultura y una lengua comunes. Y en Beijing se hace notar que Mongolia ha sido, directa o indirectamente, la causa del colapso de odas las dinastías de China. El sueño de reunir a los mongoles del “interior y del exterior” tendría un acicate en la recuperación de la escritura tradicional a ambos lados de la frontera común, un riesgo menor hoy día pero que en un hipotético contexto de crisis podría tener algún atractivo para ambas sociedades.
En China, el problema del acomodo territorial suscita un contundente desafío a un modelo de gobernanza que en los tiempos de Xi Jinping presenta como característica añadida una clara tendencia al centralismo, justificada en la necesidad de apurar la reforma integral del sistema. Esto se manifiesta tanto en el plano del mensaje como de la propia gestión gubernamental. La invocación del sueño chino, por ejemplo, es claramente asociable al sueño de la mayoría Han pero con escasa flexibilidad para incorporar el nivel de diversidad preciso capaz de representar las aspiraciones de otras nacionalidades (55), especialmente las más reivindicativas.
Por otra parte, quienes vivieron o viven al margen de la evolución continental, reclaman un espacio para su propio sueño que dé cabida a unas singularidades que afectan de lleno al sistema político. Su efecto potencialmente desestabilizador es indudable cuando entra en contradicción con el rumbo marcado por las autoridades centrales.
En Beijing, producto quizá de las inercias de la historia y de una matriz ideológica tan devota del autoritarismo como del centralismo, las autoridades siguen participando de la creencia de que la modernización sólo puede ser inspirada desde el centro y basarse en sus patrones. No obstante, las sociedades de hoy en día manifiestan una complejidad que obliga a establecer un diálogo horizontal que tenga también en cuenta los acomodos de la subsidiariedad. Es este un aspecto difícil de gestionar para quien entendió siempre que una iniciativa surgida al margen de su control constituye no sólo un desafío sino que conlleva implícitamente una vocación de competencia.
La utilización de la economía para atar en corto, una clave común a la hora de encarar estos diferendos, no parece ser suficiente para generar una empatía política capaz de disolver las reticencias. La falta de una ambición que reconozca y valore realmente esa diversidad como un activo que no va en detrimento del progreso, muy al contrario, conduce al bloqueo y la protesta. Y bienvenida sea.