El encuentro del desencuentro

In Análisis, Autonomías by PSTBS12378sxedeOPCH

El encuentro mantenido por el presidente Obama con el Dalai Lama ha escenificado de nuevo la tensión existente en las relaciones bilaterales con China. No obstante, la reacción fue la que cabía esperar. Beijing había anunciado hasta la saciedad su disgusto y reprobación por la iniciativa de la Casa Blanca. Está por ver si todo acaba con la convocatoria del embajador estadounidense en la capital china, Jon Huntsman, o si, ante la ausencia de gestos “reparadores” por parte de Washington, Beijing responde con alguna medida a mayores, tal y como ya ocurrió con la suspensión de alguna cumbre con la UE a raíz de las visitas del Dalai a Europa. En tal caso, sin duda, algo hará. 

El gesto de Obama tiene varias lecturas y destinatarios. En primer lugar, su propia base electoral y partidaria, que había mostrado su insatisfacción no solo ante el aplazamiento del encuentro previsto en octubre pasado (en vísperas de su visita de Estado a China), sino también por las declaraciones de Hillary Clinton en las que anunciaba que la preocupación por los derechos humanos perdería peso en la agenda bilateral ante la magnitud de otros asuntos en los que primaba el acercamiento. En segundo lugar, el encuentro encierra un mensaje a China, conminándole a dar pasos firmes para mejorar la situación en este orden (fresca aún la confirmación de la dura condena a Liu Xiaobo), en especial en materia de libertad religiosa, un asunto especial y electoralmente sensible en EEUU. Por último, la recepción al Dalai Lama le confirma ante sus propios seguidores como la voz indiscutible que encarna sus reivindicaciones cuando entre los suyos proliferan los escépticos y disconformes que cuestionan la utilidad final de su política. 

La elevación del tono de la polémica frente a anteriores ocasiones es inseparable del aumento de las tensiones bilaterales, ya sea en torno a la venta de armas a Taiwán, el acceso libre a Internet, o las consabidas medidas proteccionistas en el orden económico, por no referirnos a las discrepancias en asuntos de mayor enjundia de la agenda mundial, desde el cambio climático a las ambiciones nucleares de Irán. Para EEUU y otras potencias occidentales, el dossier Tibet es expresión de un pulso estratégico, más o menos visible, que tenderá al alza en los próximos años a medida que se afiance una emergencia china que erosiona y debilita su poder. 

Indudablemente, el Dalai Lama es un líder religioso. Pero no solo. De hecho, unas semanas antes, sus representantes negociaban en Beijing con el gobierno chino posibles soluciones a la interminable crisis tibetana. Y no hablaron de lo divino, sino de lo humano. Es, sin duda, esta condición política la que concita la irritabilidad en Beijing por cuanto la audiencia de Obama da alas a las reivindicaciones de un movimiento que periodicamente pone en jaque a sus autoridades. Es, por lo tanto, una forma clara de presionar a Beijing y no un encuentro “inocente”.  

Bien es verdad que en el mundo existen numerosos litigios político-territoriales en los que numerosos pueblos reivindican su derecho al autogobierno. A la vista de ello, es procedente recordar a Obama la incoherencia de que hace gala al aplicar una evidente doble vara de medir al recibir al Dalai Lama y no, por ejemplo, al lider del Frente Polisario, cuyos representantes negocian con Marruecos a las afueras de New York una salida a su diferendo. Pero lo más probable es que en su agenda solo tenga cabida el rey alahuita. 

Pese a todo, convendría desdramatizar estos hechos y centrarse en lo verdaderamente importante. Los tibetanos tienen derecho a un autogobierno efectivo, democrático y laico. Mientras Beijing no sea capaz de arbitrar iniciativas políticas que vayan más allá de la represión y la exacerbación desarrollista actual, poca distensión cabe aguardar en este contencioso y el Dalai Lama seguirá argumentando por el mundo como legítimo representante de los tibetanos. Ese, y no la audiencia de Obama, es el gran desafío de China: aportar credibilidad a una autonomía tibetana en la que hoy prima el temor y la cicatería más estrecha. 

El mismo respeto a la soberanía que China reclama no puede negárselo a EEUU para hablar con quien le plazca. Por otra parte, China, como EEUU o cualquier otro país, tiene derecho a hacer saber cuales sus intereses primordiales, pero no puede esperar que todo el mundo los comparta a la chita callando. Ese tiempo y esa concepción de la soberanía pasó. Es hora de poner sobre la mesa argumentos e iniciativas que permitan superar los problemas y no hacer de ellos un ritual sin más salida que su secuestro e inclusión en la creciente lista de tensiones que preocupan a los grandes. Tibet, como expresión de las carencias de la política en materia de nacionalidades en China, necesita una vía, otra vía, de solución. Desde dentro.