No ha sido la inflación ni los objetivos de crecimiento, ni la deuda de los gobiernos locales, ni siquiera la contaminación o la corrupción, o las tensiones con Japón por las Diaoyu/Senkaku… para todo ello, con mayor o menor fortuna, el gobierno chino ha reaccionado con medidas y propuestas de diverso signo. No obstante, la gravedad de las tensiones en Xinjiang se cronifica.
El pasado 15 de diciembre fallecieron 16 personas en Kashgar, dos de ellas policías, en un confuso suceso que, como ya viene siendo habitual, ofrece diferentes versiones según la fuente sea oficial o clandestina. Pero a lo largo del año, los incidentes graves han sido varios: el 23 de abril también en la zona de Kashgar, 21 muertos, de los cuales 9 policías; el 26 de junio, 35 muertos cerca de Turfan; el 16 de noviembre, 11 muertos cerca de Kashgar. A otros episodios violentos con menor número de víctimas, habría que sumar el atentado del pasado 28 de octubre en plena plaza de Tiananmen, con el resultado de 5 muertos, dos de ellos turistas, mientras a pocos metros se reunía el congreso de la Federación de Mujeres de China.
La escalada contenida de estos sucesos revela que la tensión en Xinjiang persiste, con una quiebra que amenaza con agrandarse desde los sucesos de julio de 2009 (cerca de 200 muertos y más de 1.000 heridos). El transcurso de estos cuatro años indica con claridad que la política auspiciada por el gobierno central, basada en la intensificación a partes iguales del desarrollo y la represión, no es suficiente para amortiguar el problema, persistiendo una crispación que amenaza con convertirse en psicosis (el atentado registrado en Taiyuan el 6 de noviembre ante una sede del PCCh con resultado de 1 muerto fue también atribuido inicialmente por algunas fuentes a terroristas uigures).
Puede pensarse que esta dinámica obedece a una conjura externa, ya sea avalada por las fuerzas islamistas violentas de Asia central o incluso a intentos occidentales de desestabilización, pero sea como fuere, la clave principal radica dentro y es inseparable de un contexto desalentador que facilita la adhesión a la violencia ante la convicción de que no es posible alcanzar soluciones mejores por otras vías.
De persistir el inmovilismo actual, nada hace pensar que en los próximos años la situación mejore y muy al contrario los atentados terroristas podrían multiplicarse. De poco vale que Beijing envíe un nuevo militar de alta graduación a la zona (tras la destitución del general Peng Yong después del atentado en Tiananmen) o que multiplique las visitas de los máximos dirigentes del país (caso de Yu Zhengsheng en mayo, cuando visitó Urumqi, Kashgar, Yili y Hotan), si solo sirven para profundizar en una política que acentúa el fracaso. La “generosidad” Han basada en las dádivas socioeconómicas, por muy bienintencionada que sea, difícilmente acallará las protestas.
No faltan quienes atribuyen estos problemas a la “herencia del modelo soviético”, importado en los primeros años de la China Popular (aunque nunca se llegó a reconocer el derecho de autodeterminación como en la URSS) y sugieren la supresión del frágil esquema autonómico. No obstante, la solución probablemente debería orientarse en el sentido contrario, profundizando la autonomía al igual que se opta por profundizar la reforma y la apertura para completar una nueva fase de la modernización del país. Pero eso requiere adoptar medidas políticas que abran camino a un autogobierno leal y constructivo, que haga a los uigures partícipes y co-responsables del poder, único medio de cercenar el paso a tanto resentimiento acumulado.
Xinjiang está muy lejos de Beijing, pero el obsesivo empeño en cifrarlo todo en el binomio desarrollo-represión, sin aportar otras alternativas políticamente creativas puede, en pocos años, convertirlo en un problema central.