Los dramáticos sucesos ocurridos el domingo 5 de Julio en Urumqi, la capital de la región autónoma de Xinjiang, en el oeste chino, ponen, una vez más, en tela de juicio la política de Beijing en relación a las nacionalidades minoritarias. El elevadísimo número de muertos y heridos, las múltiples detenciones practicadas y la severa represión subsiguiente, así como la posterior movilización de la comunidad han con sed de venganza contra los uygures, dan cuenta de la considerable gravedad de los incidentes. En la vecina Tibet, donde las imágenes servidas por la televisión china recordaban los disturbios de marzo de 2008, el Ejército, temeroso del contagio, movilizó a miles de efectivos por tierra y aire para impedir cualquier hipotética extensión del conflicto. El presidente chino Hu Jintao debió abandonar precipitadamente Italia, donde se encontraba en visita de Estado y para asistir a la cumbre del G-8, para seguir desde Zhonanghai, la sede del gobierno, la evolución de los acontecimientos.
China tiende a observar sus problemas nacionales con una doble actitud: incomprensión absoluta con las protestas dado que las nacionalidades minoritarias gozan de “más” derechos que la mayoría han en algunos ámbitos (natalidad, acceso a la educación, representación política, etc.); y denuncia de la implicación de fuerzas externas (en este caso del Congreso Mundial Uygur) con el objetivo de alterar la estabilidad y dañar la convivencia, eligiendo para ello fechas cargadas de especial significación y simbolismo, como es el caso ahora de la próxima celebración del sexagésimo aniversario de la fundación de la República Popular. Muy extraordinariamente pasa por su cabeza que el problema central que está en el origen de hechos como este, más allá de las circunstancias concretas del caso, radique en la propia concepción del Estado y de las políticas autonómicas promovidas en los últimos años donde prima cada vez más la dimensión antropológica, pseudo religiosa, etc., cualquiera menos la propiamente política, confiando en que la mezcla de paternalismo y desarrollo pueda operar el milagro de la aceptación de su dominio, confiando en la suficiencia de una relativa e irregular tolerancia religiosa y cultural, convertida en parque temático para el consumo turístico.
Los disturbios en el Oeste chino protagonizados por los uygures constituyen un hecho desgraciadamente habitual desde hace años, yendo a más el sentimiento independentista y las acciones violentas contra las fuerzas de seguridad. El auge de la lucha antiterrorista tras el 11-S ha contribuido a reforzar la represión con argumentos incontestables ante la comunidad internacional. Lejos de solucionar el problema, este parece haberse enquistado y agravado. Solo durante 2008, año de los juegos olímpicos en Beijing, la detención de unas 1.300 personas sospechosas de connivencia con el independentismo uygur, no pudo impedir que a solo cuatro días de la inauguración oficial de dicho evento, un atentado contra un puesto de policía en Kashgar produjera 17 muertos y 15 heridos.
El eco internacional de las reivindicaciones uygures no es el mismo que el logrado por los tibetanos. Su fe musulmana alimenta las reservas de amplios sectores en el exterior, pero, sin duda, estas dos nacionalidades encarnan la resistencia, violenta en un caso y pacífica en otro, a los procesos de sinización impulsados de facto por el gobierno chino.
En Xinjiang, donde se localiza la principal reserva de hidrocarburos del país, hoy viven, aproximadamente, más de 8 millones de musulmanes turcófonos. En total, en la provincia residen unos 20 millones de habitantes, pertenecientes a 15 nacionalidades (en China existen 56 oficialmente reconocidas), entre las cuales, los han han pasado de representar el 6% al 40% actual, en virtud de las políticas auspiciadas por el gobierno central.
La tensión que late en Xinjiang es inseparable de la inagotable invasión demográfica de la mayoría han, pero también de la imposición de un modelo económico de corte neocolonial y de la fuerte desconfianza interétnica, circunstancias que pueden convertir una mínima chispa en un incendio pavoroso.
Beijing, pese a disponer de hasta cinco grandes regiones autónomas, no cree en la autonomía real y todo son miedos y recelos hacia el autogobierno. Xinjiang, como Tíbet, es formalmente autónomo, dispone de órganos propios en los que se cuida de expresar la representatividad tan heterogénea de su amplio territorio, pero todos saben que el poder real es ejercido desde la organización territorial del PCCh, con un han a su cabeza, Wang Lequan, a imitación de los gobernadores que en su tiempo enviaba el Emperador a las tierras más lejanas y remotas con la misión de mantener el orden y el reino. En tanto las nacionalidades minoritarias, muy especialmente aquellas –como la uigur- que se resisten a la sinización, no dispongan de mecanismos efectivos para desarrollar su identidad en condiciones normales, este tipo de crisis irá en aumento. Pensar que la modernización en curso puede moderar estas reivindicaciones es una ilusión que, como se ha visto, puede costarle cara al régimen y ser causa de grandes desgracias.