Para los expertos de política internacional, la intervención de la Unión Soviética en Afganistán contra los talibanes -financiados por EE. UU- durante la Guerra Fría supuso un golpe mortal para la supervivencia de la Unión Soviética. El conflicto hizo tambalear los pilares del régimen soviético. Como comenta el periodista Flavio Colazo, “la URSS sufrió la humillación pública de sus fuerzas militares y las muchas de las repúblicas que la conformaban comenzaron a dudar del poder central de Moscú”. Algunos bautizaron tal suceso como “el Vietnam de la Unión Soviética”. Años más tarde, en 1998, en una entrevista para Le Nouvel Observateur, Zbigniew Brzezinski, uno de los artífices del avispero afgano, afirmó que la operación secreta del gobierno estadounidense de financiar a los talibanes fue una “excelente idea (…) que tuvo el efecto de atraer a los rusos a la trampa afgana”.
En la actualidad, China corre el peligro de caer en una trampa parecida. En este caso, en su región especial administrativa de Hong Kong. Lo que comenzó el pasado junio de 2019 como un conjunto de protestas pacíficas contra la Ley de Extradición que el gobierno hongkonés quiso aprobar el pasado mes de febrero para facilitar el procesamiento de ciudadanos hongkoneses en China continental, ha degenerado en varios choques de violencia entre los manifestantes y la policía hongkonesa. Para los ciudadanos hongkoneses, dicha ley supone una vulneración de su especial democracia liberal – muy ligada al mundo de las finanzas y al pasado colonial de la ciudad- y de la autonomía política que la urbe ha gozado desde la entrega de Hong Kong a China en 1997. En contraposición, para el gobierno de Beijing, las protestas han simbolizado un cuestionamiento intolerable de su autoridad política y de la histórica formula de gobernanza entre China y Hong Kong de “un país, dos sistemas”.
Desde que las protestas estallaron, todos los grandes medios de comunicación occidentales se han hecho eco de las grandes movilizaciones en Hong Kong y especialmente de la brutalidad con la que las fuerzas policiales – y un sector de las Triadas- han tratado a los manifestantes. Los medios han enmarcado dichas movilizaciones como una batalla de la democracia liberal hongkonesa contra el autoritarismo chino. Sin embargo, tal marco binario es muy restringido y encorsetado. Como consecuencia, no nos facilita la comprensión de lo que verdaderamente está sucediendo en Hong Kong y de las difusas responsabilidades de los actores involucrados.
En realidad, las protestas de Hong Kong no son solo una batalla de la democracia liberal hongkonesa contra el autoritarismo chino, sino más bien una retransmisión global en directo de un testeo de los límites del poder de autocontención del gobierno chino. Por un lado, las movilizaciones están poniendo de manifiesto las debilidades de la histórica fórmula de gobernanza de “un país, dos sistemas”. Por el otro, están cuestionando frontalmente ante el mundo el discurso del supuesto ascenso pacífico de China – que ha sido una de las narrativas centrales del Partido Comunista chino desde 2004-. Cabe destacar que este argumento cobra más sentido si las protestas se enmarcan en el contexto global y geopolítico actual: es decir, la guerra comercial entre China y Estados Unidos. Si bien es cierto que estas movilizaciones no supondrán la desaparición de una China completamente integrada al sistema capitalista global, sí que afectaran muy negativamente la infraestructura global de poder blando que el gobierno de Beijing ha desarrollado durante los últimos años con el fin de atraer más estados -especialmente europeos- a las redes institucionales y económicas que ha ido tejiendo en los últimos 20 años.
En definitiva, mientras que la Unión Soviética cayó en una trampa que significó la entrada a un conflicto bélico con terribles consecuencias para la continuación del régimen soviético, China ha entrado en un avispero mediático que en lo simbólico nos recuerda mucho al “Vietnam de la Unión Soviética”. La benevolencia con la que una gran parte de los medios globales ha tratado a China se ha agotado. China está siendo desacreditada públicamente y su autoridad internacional está quedando mermada. Lo que sí esta claro es que las protestas no son solo una batalla de la democracia liberal contra el autoritarismo del gobierno de Beijing, sino que se han convertido en un “Afganistán mediático” en el que se está poniendo en duda los pilares que sostienen toda una infraestructura política y económica que China ha construido para su supervivencia en el siglo XXI.