El Dalai Lama ha iniciado el jueves 15 una visita a Japón atendiendo la invitación de un grupo budista. A pesar de que el gobierno japonés ha accedido a su viaje a condición de que no realice actividades políticas, Beijing ha reaccionado aplicando el manual al uso, es decir, condenando la permisividad de las autoridades niponas y descalificando las actividades “separatistas” del líder tibetano so pretexto de desarrollar actividades religiosas.
Cabe imaginar que el asunto será objeto de análisis en el encuentro bilateral que mantendrán Wen Jiabao y Yasuo Fukuda en la cumbre de Asia oriental que celebrará en Singapur a partir de este domingo. En los últimos meses, el Dalai Lama ha sido recibido por el primer ministro australiano, John Howard, por la canciller alemana, Angela Merkel, por el presidente George Bush y por el primer ministro canadiense Stephen Harper. Y bien pudiera haber más visitas en una agenda que sorprende por la significada concertación y relevancia de sus interlocutores, circunstancia que descarta cualquier atisbo de casualidad. En el próximo mes de diciembre, debiera ser recibido en el Vaticano.
Sin excluir el diálogo con los representantes del Dalai Lama, las autoridades chinas basan su estrategia de contención del problema tibetano en la actuación en dos frentes: el desarrollo económico interno y el aislamiento internacional. Pero, ¿es suficiente? Beijing piensa que un mayor desarrollo y riqueza pueden hacer olvidar a los tibetanos cualquier deriva política soberanista basada en el aprecio de su identidad. Los índices económicos y sociales en el Tibet mejoran año tras año, con independencia de quienes sean sus más directos beneficiarios, muchos de ellos pertenecientes a la floreciente comunidad han de la región, o de sus consecuencias en el equilibrio ambiental de la meseta. No obstante, es ilusorio pensar que el desarrollo y la erradicación de la pobreza puedan, por si solos, mitigar el apego a la identidad y los consiguientes deseos de gestionar su proyección en condiciones de mínima normalidad. Incluso, muy al contrario, podría darle más bríos. Por eso se requieren también medidas políticas.
El aislamiento internacional de la causa tibetana, al igual que la del soberanismo taiwanés, es buscado con afán por esta China, paradójicamente, cada vez más abierta al exterior. Sin entrar en los muchos matices que diferencian ambos problemas, Beijing es consciente de que reduciendo el marco de la negociación al ámbito interno, dentro puede con el asunto. Por eso, la China que ha convertido su apertura en símbolo y expresión de la reforma, no escatima esfuerzos en reducir los apoyos externos a cualquier causa interna, reclamando la no ingerencia y descalificando cualquier asomo de presión o interferencia exterior.
Es verdad que más allá de una simplista y loable estrategia exterior de preocupación por los derechos humanos, poderosas sombras pudieran oscurecer tan bienintencionada ingenuidad, especialmente cuando la insatisfacción con China por su conducta en relación a la apreciación del yuan motiva el entrecejo de aquellos países, todos ellos importantes, que ahora reciben al Dalai Lama. Todos saben que este, al igual que el de Taiwán, son problemas que en Zhonanghai provocan una reacción de hilaridad instantánea. Pero se imponen las vueltas de tuerca hasta que den el brazo a torcer.
La defensa de la soberanía y la integridad territorial es un sacrosanto principio y fundamento de la China actual, como de cualquier estado. Pero más allá de las simpatías que uno pueda tener o no por la causa tibetana y sus no pocas contradicciones, resulta evidente la insuficiencia del inmovilismo político chino. Pensar que el desarrollo es la varita mágica o que el aislamiento diplomático le garantiza una mayor capacidad de maniobra, equivale a ignorar lo que no ignora de sí misma, esa fuerza de la identidad que resulta tan difícil de ahogar.
El conjunto del modelo autonómico chino aplicable a sus nacionalidades minoritarias está condicionado por las cautelas y fosilizado por los temores. Si no se adelantan proponiendo reformas políticas que promuevan el autogobierno, afrontando desde la estructura a la simbología, desde el marco competencial al régimen jurídico, todo lo demás podría ser en vano.