Las crisis políticas en Hong Kong no son una novedad. En el verano de 2003, miles de ciudadanos se manifestaban en contra del intento de desarrollar legislativamente el artículo 23 de la Ley Básica que contempla la posibilidad de dictar normas para “prohibir cualquier acto de traición, secesión, sedición o subversión contra el Gobierno Popular Central” así como el robo de secretos estatales o el establecimiento de vínculos con organizaciones o grupos políticos del exterior. Dicho proceso fue entendido como una amenaza directa al clima de tolerancia política de la región y que de salir adelante supondría entrar aceleradamente en una fase terminal de la coexistencia entre los dos sistemas que había nacido para durar, al menos, 50 años, como dijera Deng Xiaoping. La protesta pública hizo fracasar el proyecto y en 2005, Tung Chee-hwua adujo motivos de salud para abandonar. Su crédito, al bajar la cerviz ante Beijing, había quedado por los suelos.
Otra crisis reveladora más reciente fue el paquete de reformas electorales auspiciado por el gobierno central que fracasó de forma estrepitosa en el Consejo Legislativo de Hong Kong en 2015. La propuesta no solo no logró la mayoría de dos tercios requerida sino que recabó un formal y pírrico apoyo de 8 votos tras la extemporánea salida de buena parte de los diputados que apoyaban el aprovechamiento pragmático de las mejoras introducidas por el plan. De los 70 posibles, solo 36 votos fueron emitidos. La ciudadanía de Hong Kong llegó muy dividida a aquel debate y votación. Tras la irrupción del movimiento Occupy Central y la revolución de los paraguas, las diversas encuestas de opinión reflejaban con claridad tal hecho, al tiempo que cierto y ligero avance de los partidarios del pragmatismo en un contexto general de indisimulado escepticismo.
Los cientos de miles de personas que se manifestaron el domingo 9 de junio para expresar su inquietud y repulsa ante la nueva regulación de la extradición han puesto de manifiesto nuevamente la enorme sensibilidad respecto a aquellas propuestas que pueden suponer restricciones significativas en el ejercicio de las libertades. Las reservas y carencias en materia de derechos humanos en China continental cierran el círculo del despropósito. Y la insistencia de Carrie Lam, la presidenta ejecutiva, en seguir adelante como si nada, la conduce directamente al precipicio. Debiera recordar lo ocurrido con Tung Chee-hwa.
Pero la iniciativa sometida a debate no es un hecho aislado; por el contrario, es inseparable de otras propuestas que abundan en la idea de atar en corto Hong Kong al continente. Ya hablemos del tren de alta velocidad inaugurado el año pasado y que conecta al ex enclave británico con 44 ciudades chinas o el nuevo puente sobre el delta del rio de las Perlas que une Hong Kong a Macao y Zhuhai, todo ello se enmarca en el proyecto de la Gran Bahía de Zhuhai que Beijing ansía convertir en una gran área económica pero también más homologable en lo político. Este proyecto anclará definitivamente a Hong Kong en el continente hasta diluirlo.
En 1997, cuando se produjo la retrocesión, en algunos medios se abrigaba la esperanza de una confluencia entre ambos sistemas pero la realidad indica que dichos sistemas han entrado en colisión. Beijing no ve más que inconvenientes en el modelo de democracia limitada practicada en Hong Kong, en la insistencia en el respeto de las libertades individuales o en la independencia de la justicia. En tal sentido, las especificidades de Hong Kong, su estilo de vida y sus valores tienen un futuro contradictorio.
Se podría errar el juicio en cualquier caso si se desprecia el apego que buena parte de la sociedad hongkonesa tiene a su identidad. Los más jóvenes lo han demostrado en numerosas ocasiones y la represión puede hacer fermentar precisamente lo que China quiere evitar. El arraigo de las convicciones democráticas no debiera infravalorarse, so pena de agrandar el foso que separa a significados sectores de Hong Kong del resto del continente. Además, no conviene perder de vista las consecuencias de tal estado de cosas en relación a Taiwán, a las puertas de unas elecciones decisivas que podrían también poner en jaque la estrategia seguida por el PCCh en los últimos años en cuanto a la reunificación. El momento elegido no podía ser peor. La tensión en Hong Kong solo puede beneficiar a los soberanistas que en Taiwán rechazan la formula “un país dos sistemas” poniendo como ejemplo la negativa evolución de Hong Kong.
Una vez más, la arquitectura territorial (con su otro referente en la problemática de las nacionalidades minoritarias), pese a ser un asunto periférico, evidencia su importancia y potencialidad en relación a la democratización del sistema político chino.