Al presidente Hu Jintao le gustaría ser recordado por su compromiso con la armonía como principal seña de identidad de su mandato. La sociedad armoniosa que predica, formulada como objetivo a materializar en 2020, se basa, según rezan los documentos oficiales del Partido Comunista de China (PCCh), en la democracia y el Estado de derecho, la justicia, la estabilidad, la honestidad y la solidaridad y el respeto al medio ambiente. Dicha formulación ha sido presentada como una muestra más del esfuerzo por perseverar en la modernización del país, a modo de una sinización de ideas y conceptos occidentales, de forma que, asiendo tal bandera, el Partido pudiera seguir cumpliendo su misión de garantizar la persistencia de la unidad partidaria y social y la ausencia de conflictos, e incluso ganarse una mayor respetabilidad ante los estados occidentales, recelosos del ambiguo rumbo del gigante oriental. Pero ¿despeja dudas la armonía de Hu Jintao? ¿Cómo encajar aquellas bases con la exacerbación de la rigidez política y la manifiesta intolerancia, por ejemplo, con la más elemental libertad de expresión?
El presidente chino ha dejado entrever que su apuesta por la armonía social no alcanza a una reforma de tipo occidental (admisión del pluripartidismo, independencia de la justicia o separación de poderes). No está del todo claro que Wen Jiabao, el más “progresista” de los actuales dirigentes a juzgar por sus declaraciones, apueste tampoco por un cambio político que alargue las experiencias democráticas, si bien parece reclamar más decididamente una apertura capaz de digerir un control independiente del sistema, sin el cual las reformas no podrían avanzar a buen ritmo. De este modo, en la China actual parece asumirse que el mercado o las desigualdades son fenómenos aceptables del capitalismo, pero no así el ejercicio de los derechos fundamentales o las libertades públicas, que no podrían incorporarse al “socialismo”.
Las reformas introducidas en lo que llevamos de mandato de Hu Jintao enfatizan por igual la importancia del desarrollo científico o de la armonía como estrategias para lograr un nuevo equilibrio entre las políticas económicas y sociales, tratando de atraerse la complicidad de las capas más desfavorecidas de la población. Ello mediante la reivindicación de un papel benefactor y mediador para el PCCh, revitalizando una función mejorada de la administración, más comprometida con la virtud y la justicia, a través de una democratización limitada de los procesos internos y la incorporación parcial de aquellos grupos socioeconómicos tradicionalmente marginados en el curso del proceso de reforma y que podrían haber perdido toda esperanza de verse realmente beneficiados por el crecimiento. Pero hasta ahora, el paternalismo al uso solo mostró una pequeña quiebra con la incorporación de personalidades independientes o reducidas manifestaciones de transparencia que no han podido soslayar el hecho evidente de la persistencia del monopolio y la opacidad más recalcitrantes.
Pese a todo, aunque solo fuera a efectos cosméticos, cabría esperar una actitud más tolerante respecto a la sociedad civil emergente, lo que ayudaría a calmar las contradicciones sociales. Pero tampoco ha sido así. Más que la comprensión de la necesidad de una mayor participación de la sociedad, indispensable para mejorar el funcionamiento del sistema, tal como reclama el primer ministro Wen Jiabao, pesa la idea de que toda expresión de autonomía o mirada independiente es factor de disturbios y vocacionalmente desestabilizador, primando el reforzamiento de los mecanismos de control para desactivar cualquier atisbo de disconformidad. Tal visión restrictiva impide naturalmente la construcción de una sociedad armoniosa y convierte en ilusoria cualquier esperanza de reforma política de una mínima profundidad, quedando supeditada a la exigencia de una cohesión disciplinada.
La formulación del ideal de la sociedad armoniosa parece perseguir la actualización de valores morales singulares, en buena medida correctores de los cambios individualizadores que hubieran podido derivarse de la presencia de manifestaciones de orden capitalista, hoy más presentes en la sociedad china en virtud de la reforma. Así, la reivindicación de una mayor justicia social, aceptable para el sistema, no deriva necesariamente en la admisión de un debate de ideas más libre, lo cual devendría peligroso. La sociedad armoniosa no es, pues, expresión de una voluntad liberalizadora sino orientada a encarrilar las manifestaciones de descontento ofreciendo un nuevo equilibrio entre eficiencia y bienestar.
Conceptos como el estado de derecho, la democracia, las libertades individuales, etc., aspiran a ser reinterpretados en China, contribuyendo a legitimar un modelo basado en la originalidad de sus valores diferentes y pretendidamente culturales que operan de filtro de aquellos que sirvieron de fundamento al contrato social de las democracias modernas. Dicha adaptación, además, alimenta la ilusión de encontrarnos, paradójicamente, ante la expresión de un nuevo “humanismo”, un paradigma que evidenciaría la genialidad del poder chino también en lo político, capaz de hacer pasar su autoritarismo por una utopía democrática con particularidades propias.
La complejidad de la sociedad china actual aconsejaría abrir generosos espacios para una auténtica reforma política. Es ilusorio pensar que las disfunciones del sistema y el consiguiente aumento de las contradicciones sociales pueden resolverse prescindiendo del abordaje de los obstáculos estructurales que ensombrecen la modernización.