Para el gobierno chino, la concesión del Premio Nobel de la Paz al disidente Liu Xiaobo es algo más que una ligera incomodidad, ya que viene a poner el dedo en la llaga y a meter prisa en la preocupación central del régimen a futuro: la agenda de democratización del país y la naturaleza esencial de dicho proyecto. Lo hace además en un momento delicado, cuando en el horizonte (2012) asoma un nuevo tránsito en la cúpula del poder y el temor a que los desaciertos en esta materia, ya sea por iniciarse a destiempo o por promoverlos en la dirección equivocada, acaben afectando a la estabilidad y al propio éxito final de la reforma cuyo objetivo, no lo olvidemos, es hacer de China no solo un país rico y poderoso sino también situarlo en el centro del sistema global. ¿Puede lograr ambas cosas si se democratiza o debe esperar a lograrlas para democratizarse después? Si en la sociedad y en la cumbre del poder político existen diferencias al respecto, es harto probable que esta elección active el debate.
Desde el XVII Congreso del PCCh (2007), la discusión sobre la democracia en China ha llenado páginas y páginas de numerosos documentos. Parecía haber llegado la hora de afrontar el problema, pero, contrariamente a lo que se podía esperar, no ha supuesto moderación alguna de la represión que se ha vuelto más selectiva e incluso más dura. Liu Xiaobo, condenado a once años de prisión por ejercer su libertad de opinión, es buena prueba de ello.
El osado premio, por otra parte, viene a cuestionar también los denodados esfuerzos realizados por China para convencer a terceros de que su singularidad civilizatoria y abundante demografía son obstáculos demasiado grandes para permitir avances rápidos en el reconocimiento efectivo de las libertades públicas. Ciertamente pudiera ser comprensible cierta inquietud gubernamental ante un cambio apresurado que conduzca a un auténtico descalabro del sistema, similar a lo acontecido en los países del llamado socialismo real. Pero después de tres décadas de reformas, numerosos datos pudieran indicarnos que no solo estamos ante un problema de tiempo o de gradualismo sino de concepción, alentándose un tipo de democracia orientada a reforzar la legimitidad del sistema político pero sobre la base de una combinación de benevolencia y virtud con una participación social limitada y desdibujada y no de la introducción progresiva de garantías para abrir paso a un pluralismo efectivo.
Este Nobel viene a recordar que no hay subterfugios ni vericuetos admisibles frente al exigible reconocimiento de los derechos humanos más elementales. Puede el gobierno chino negarse a avanzar por esa senda y autoconvencerse transitoriamente asegurando que todo es parte de una misma estrategia de erosión de su crédito internacional. Ahora que las relaciones económicas se han vuelto tensas con Occidente (por el yuan, el déficit comercial, el cambio climático, etc.) esta no sería más que otra medida de presión añadida para arrancarle concesiones. La primera reacción puede ser el cierre de filas habitual, pero todos, en el fondo, son conscientes de que el paternalismo autoritario que ha caracterizado las tres últimas décadas del devenir chino bien pudiera estar llegando a su fin si no muestra mayor arrojo, atrevimiento y acomodo en respuesta no solo a las demandas exteriores sino a las propias inquietudes de buena parte de la sociedad china.