Sin lugar a dudas, la falta inicial de transparencia china en relación al Covid 19 tuvo un impacto mayor en su difusión global. Ello no quita, sin embargo, la extraordinaria eficiencia evidenciada por ese país en el manejo doméstico de la pandemia. Para el 11 de junio de los corrientes, China había tenido 83.057 casos de coronavirus, de los cuales 78.361 eran reportados como personas recuperadas y 408 como fallecidas. Más aún, Beijing confirmaba la semana pasada su primer contagio en dos meses. Dentro de la lista de naciones con mayores casos, China ocupa hoy el número 18, por debajo de países con una fracción ínfima de su población tales como Chile o Canadá.
A todo efecto práctico, el Covid se encuentra bajo control en China, posición que comparte con países como Dinamarca o Noruega cuyas poblaciones rondan los cinco millones de habitantes. Haber logrado lo anterior, contando con una población de 1,4 mil millones de personas, resulta una proeza extraordinaria. Con certeza, muchas naciones democráticas del mundo no suscriben el nivel de control sobre sus ciudadanos que ha permitido el éxito chino. Sin embargo, nadie puede cuestionar los resultados del modelo.
Al otro lado del Pacífico, Estados Unidos mostraba para el 11 de junio, 2.066.508 casos, 809.346 recuperados y 115.455 muertos. Más aún, el miércoles pasado, el Director del Instituto de Salud Global de la Universidad de Harvard afirmó que para septiembre de este año el número de fallecidos podría superar la marca de las 200.000 personas. Mientras China ha hecho patente la naturaleza autoritaria de su régimen en el control de la pandemia, Estados Unidos ha puesto de manifiesto que su apertura política es susceptible de un grado alarmante de disfuncionalidad. Esto último incluye el conflicto entre dos parcelas irreconciliables de sociedad, dentro de las cuales una da la espalda a la ciencia. El ascenso al primer plano del tema racial, en medio del Covid, ha imbricado a dos vertientes de una misma polarización social, agravando no sólo las posibilidades de control de la pandemia sino también la disfuncionalidad política.
Mientras China y Estados Unidos hacen frente a su manera al reto del coronavirus, los dos se encuentran enfrascados en una competencia por la supremacía mundial. Una competencia que no se plantea en términos ideológicos, como ocurrió durante la Guerra Fría con la Unión Soviética, sino en función de la eficiencia de ambos modelos. Eficiencia que habrá de medirse a través de sus resultados en materia económica, tecnológica, militar y geopolítica. Bajo esta perspectiva, el contraste en el manejo del Covid por parte de ambos países haría suponer dos cosas. De un lado, las desventajas manifiestas de Estados Unidos para una competencia medida en términos de eficiencia. Del otro, el envalentonamiento de China que seguramente habrá de derivarse del lamentable espectáculo dado por Estados Unidos.
Lo primero pareciera más claro en la medida en que un país bifurcado en dos parcelas irreconciliables de sociedad difícilmente podrá evidenciar consistencia estratégica o convergencia en la acción. Sin estos elementos, Estados Unidos estará condenado a un zigzag continuo que afectará la consecución de sus logros. Lo segundo, de su lado, requiere hacer un poco de historia. Si tomamos como marco de referencia la asertividad puesta de manifiesto por China a partir del 2008, entenderemos mejor lo que puede venirse por delante.
Hasta ese año, y durante varias décadas, la actitud de Beijing hacia Washington estuvo guiada por el siguiente consejo de Deng Xiaoping a sus sucesores: “Esconder las propias fortalezas y ganar tiempo”. Es decir, mantener la discreción y el bajo perfil para no generar antagonismos, mientras se avanzaba en todos los frentes. A partir de 2008, sin embargo, los objetivos externos de China, con particular referencia a su relación con Estados Unidos, se hicieron desafiantes. Dejando atrás el consejo de Deng, China comenzó a flexionar sus músculos.
¿Qué ocurrió en 2008 que determinó ese cambio? Una convergencia de eventos hizo comprender al liderazgo chino de que su país era más fuerte de lo que suponía y Estados Unidos más débil de lo que se pensaba. Entre estos se encontraron la mayor crisis económica global desde 1929, resultante de los excesos financieros estadounidenses; las dificultades de Estados Unidos para superar la crisis; la rapidez con la que China pudo evitar el riesgo de contagio de la misma; el hecho de que el crecimiento económico chino fue factor fundamental para evitar un desplome económico internacional; el éxito de las olimpiadas celebradas en Beijing. A ello se agregó la constatación del empantanamiento militar estadounidense en dos guerras periféricas en el Medio Oriente. El año 2008 puso en movimiento una línea ascendente de asertividad china, que habría de acelerarse a partir de la llegada de Xi Jinping al poder en 2012-2013. A partir de este último momento, China hizo explícita su ambición de superar a Estados Unidos.
A no dudarlo, el contraste entre la impresionante capacidad de respuesta china y la desorganización y anarquía evidenciadas por Estados Unidos en el manejo del Covid, tendrá importantes consecuencias en el comportamiento de Beijing. El apretar de tuercas a Hong Kong y el despliegue militar de estas últimas semanas, son un anticipo de la nueva e importante caída del respeto chino hacia Estados Unidos. El reto se hará sin duda más duro y frontal.