Tras el arribo de su nuevo inquilino, Donald Trump, una desconcertante inclinación por el proteccionismo se fue apoderando de la Casa Blanca. Al mismo tiempo, en Zhonanghai, la sede referencial del poder chino, se alzaba una voz en defensa de la globalización. ¿Paradójico? Solo a primera vista, sobre todo si se toma en cuenta que Estados Unidos representa el paradigma del orden liberal occidental, mientras que China sigue gobernada por un partido comunista que ahora mismo celebra, con pompa y boato, el aniversario 200 del nacimiento de Carlos Marx.
Pero si se pasa de la teoría a la práctica, la perspectiva cambia. China es en la actualidad la segunda potencia económica mundial y lo es, en gran medida, por el impulso que supuso la globalización para su exitosa estrategia de desarrollo. Un modelo basado no solo en la mano de obra abundante y barata, sino en el arribo de inversiones internacionales y en la orientación hacia el exterior de la producción. Pero China no se conforma con ser la “fábrica del mundo”. Hoy en día, es el principal socio comercial de más de un centenar de países y su interdependencia es mayor que en cualquier otra etapa de su historia milenaria.
La globalización emprendida bajo el liderazgo liberal occidental tras el fin de la Guerra Fría, trajo consigo un incremento sustancial de los intercambios comerciales y la expansión de la riqueza, lo cual creó un entorno propicio para la emergencia de economías con capacidades hasta entonces desconocidas; entre ellas China, la más aventajada.
En los países occidentales, por su parte, la globalización acarreó una serie de “daños colaterales” de los que se desprenden dos importantes manifestaciones. La primera, protagonizada por movimientos sociales críticos que denunciaron, entre otros, el avance de las desigualdades, la pérdida de empleos o de la capacidad adquisitiva, la contracción del tejido industrial a causa de la deslocalización, el inmenso poder de las grandes corporaciones, y el debilitamiento del Estado.
La segunda manifestación, más reciente, exhibe un perfil diferente. Pretende limitar los beneficios de la mundialización a rivales estratégicos en un intento por preservar los actuales patrones de la hegemonía global. Cuando el presidente Trump dice “America first”, lo que quiere decir en realidad es “USA, the first”. Sus controvertidas medidas en materia de comercio e inversión, pretenden proteger a sectores clave con el propósito de restringir el acceso a capacidades -especialmente tecnológicas- que eventualmente podrían allanar el camino a sus rivales a posiciones de mayor hegemonía relativa como Rusia, pero sobre todo China, según la última Estrategia de Seguridad Nacional.
¿Hacia un orden mundial alternativo?
China, cuyo PIB podría desplazar del cetro mundial al de Estados Unidos en términos cuantitativos, pretende desactivar los argumentos de sus primeros críticos mediante el impulso a una globalización alternativa que, además del comercio, considere otro tipo de variables como las infraestructuras y la inversión productiva. Un modelo diferente y con la capacidad de introducir cambios sustanciales en los paradigmas de desarrollo de los países involucrados, de promover la libre elección del modelo de desarrollo, de replantear el papel del sector público y otros principios que, en conjunto, perfilan una dinámica global más equilibrada e incluyente que la resultante de la mundialización liberal.
Durante sus intervenciones en foros internacionales como el de la Asamblea General de la ONU o el del G20, el presidente chino, Xi Jinping, ha defendido dicha alternativa a la globalización liberal. Con este propósito, en el ámbito interno, ofrece una reforma encaminada a subsanar las deficiencias de su modelo productivo y hacer más creíble su discurso exterior; es decir, predicar con el ejemplo. Por muchos años, el deterioro ambiental, territorial o social vinculado al crecimiento económico ha ensombrecido el llamado milagro chino. Las medidas correctivas ocupan ya un lugar destacado en la agenda de este país. De hecho, el combate a la pobreza y el deterioro del medioambiente están catalogadas, además de los riesgos financieros, como las “tres grandes batallas” que el gobierno chino deberá afrontar en los años por venir.
En paralelo, Beijing promueve la apertura de su economía. Justo cuando se cumplen cuarenta años del inicio de la reforma, y en el marco del Foro de Boao –versión asiática de Davos–, celebrado en abril en la isla de Hainan, el presidente Xi anunció una nueva ronda de medidas orientadas a promover un trato de mayor reciprocidad con las economías desarrolladas.
Hasta ahora China, de quien cabe esperar una apertura gradual en el mejor de los casos, ha buscado otorgar concesiones arancelarias o incrementos en las cuotas de importación a terceros países, con el propósito de conservar cierto margen de maniobra para proteger a sus industrias, el nivel de empleo y elevar la competitividad de sectores que aún no están en condiciones de competir internacionalmente. Aunque Occidente suele expresar su desacuerdo con el nacionalismo económico chino, lo cierto es que la soberanía es una cuestión clave en la política de ese país y busca preservarla a partir del control de sus sectores estratégicos (energía, comunicaciones, finanzas, etcétera) por parte del sector público, auténtico brazo económico del Partido Comunista de China (PCCh).
En el ámbito externo, el gobierno chino ha emprendido una serie de iniciativas de gran calado para eludir los muros que los países desarrollados suelen erigir para trabar su expansión. Con los BRICS, el Nuevo Banco de Desarrollo, la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras y los fondos complementarios, se va conformando un entramado institucional capaz de trazar un nuevo patrón internacional. Como en la táctica revolucionaria empleada por Mao para imponerse a los integrantes del Partido Nacionalista en la guerra civil (doblegando las ciudades desde el campo), el gobierno chino lanza propuestas que suelen poner en predicamento a los países en vías de desarrollo frente a las denuncias de los países desarrollados (Estados Unidos, Japón y los que integran la Unión Europea), de lo que consideran los “excesos comerciales” de China.
¿Un mundo, dos globalizaciones?
China puede encontrar importantes aliados para sus iniciativas en los países en vías de desarrollo y vencer así las resistencias occidentales. La conjunción del retraimiento estadounidense, la persistencia globalizadora en el mercado europeo o japonés, pero con importantes frentes abiertos, y la visión china que apunta esencialmente a los países en vías de desarrollo, parece delinear dos globalizaciones simultáneas que podrían coexistir con intersecciones y pugnas en aumento en los años venideros.
La defensa que China hace de la globalización económica es parte de una visión más amplia que apunta a la creación de un modelo alternativo de relaciones internacionales, donde la globalización representa un instrumento para recuperar una posición central en el sistema internacional. La “comunidad de destino compartido para la humanidad” que predica el liderazgo chino, refleja su disposición para construir un orden multipolar y sugiere, en los hechos, un desafío a la pretensión de Occidente de monopolizar el destino de la humanidad. El incremento de su influencia económica y el avance de sus iniciativas de expansión le confieren a China capacidades añadidas, en un camino que, por supuesto, no estará cubierto de rosas. En cualquier caso, quedó atrás el tiempo de disimular el poder. China se apresta a evidenciarlo en todos los ámbitos, sin amilanarse ante las recriminaciones de terceros, tal y como lo sugiere el xiísmo y sus 14 perseverancias, una expresión máxima de la autoconfianza que el XIX Congreso del PCCh sancionó en octubre de 2017 como guía de pensamiento para los próximos treinta años.
No debería pasarse por alto, sin embargo, que aun el caso de que China se convierta en la primera economía global, persistirán importantes limitaciones que aconsejan moderación y prudencia. De hecho, la proclamación de sus intereses globales está provocando ya importantes escaramuzas tanto en el orden económico como de seguridad. China tiene severas deficiencias internas y un eventual exceso de confianza podría pasarle factura más pronto que tarde. En términos de PIB per cápita, por ejemplo, China se sitúa en la posición 93 a nivel mundial (con 8,260 dólares); la disparidad de ingresos entre las zonas urbanas y rurales fue de 12,363 yuanes frente a 33,616 en 2016; la tasa de urbanización en 2016 fue del 57.35% cuando en los países más desarrollados promedia 80%. Es verdad que China tiene frente a sí una oportunidad estratégica, pero en la historia reciente de China el voluntarismo ha producido efectos demoledores.
Frente a un entramando institucional que no ofrece respuestas efectivas a los desafíos globales, China está impulsando una modificación sustantiva de la gobernanza mundial. Beijing dice abdicar de propósitos mesiánicos pero, sin que le falte razón, exige el reconocimiento de su nuevo estatus. Frecuentemente, la arquitectura institucional ha sido rebasada por la realidad económica y política del mundo. La resistencia occidental al cambio es una expresión de debilidad, por más que resulte comprensible que hacerle hueco a un gigante de las proporciones de China no resulta una tarea fácil. El país asiático puede y debe asumir más responsabilidades globales y habrá que aceptar que lo haga de forma no sumisa sino complementaria, con sus valores y sabidurías propias.
(Texto publicado en Revista Comercio Exterior, número 15, México)