El desencuentro entre Rusia y Occidente brinda una oportunidad estratégica para el afianzamiento de las relaciones entre Moscú y Beijing. Y ambas partes parecen decididas a aprovecharla. Así se desprende de la última visita del primer ministro Li Keqiang a la capital rusa, donde no solo ha revalidado el alcance de la cooperación energética sino también multiplicado el horizonte de unas relaciones que van ganando en consistencia y profundización. Tras la firma del acuerdo sobre el gasoducto siberiano (el año próximo deberán acometerse los acuerdos sobre suministro de gas por la ruta occidental), el nuevo impulso atañe al desarrollo de infraestructuras (incluyendo transporte y aviación), finanzas o ciencia y tecnología, con una hoja de ruta para diversificar las inversiones mutuas y ensamblar sus respectivas estrategias para regiones clave como Asia central donde ganan consistencia ambiciosos proyectos como el establecimiento de un corredor euroasiático de alta velocidad. Cabe destacar igualmente por su importancia cualitativa (y cuantitativa: 24.400 millones de dólares) el acuerdo para la permuta de monedas. El uso de divisas nacionales solo representa actualmente el 7% de sus pagos respectivos.
Es sabido que China y Rusia comparten visiones similares respecto a los principios que deben fundamentar el orden internacional en lo político, económico y financiero. Pese a ello, hasta ahora, la aproximación bilateral ha sido cauta, lastrada por una desconfianza aquilatada en viejos contenciosos. Superados los litigios fronterizos, ambas partes se consagran a tender puentes –y no es un recurso retórico- que unan ambos países sobre aquellos ríos que antes les separaban. En solo una década, los más consistentes temores se han disipado, incluyendo la tan temida invasión de inmigrantes chinos al Extremo Oriente ruso, lo cual ha convertido las antaño enrevesadas disputas en reservas de menor alcance. El comercio bilateral pasó de los 20 millones de dólares en 2005 a casi 90 mil millones en 2013 pero el objetivo para 2020 es llegar a los 200 mil millones. China se consolidó como el mayor socio comercial de Rusia en los últimos cuatro años. Pero hay más, hoy, buena parte de la sociedad rusa identifica a China como el mejor amigo de su país.
Lejos de representar un hecho coyuntural, el giro chino de Rusia, a medida que se afiance y profundice, unido a su cooperación estrecha en el marco de los BRICS o la Organización de Cooperación de Shanghai, escenifica una complementariedad reflejada en la proliferación de nuevos vínculos que pueden dotar de irreversibilidad el acercamiento bilateral. Quiere esto decir que si bien Rusia y Occidente podrán en un momento dado llegar a un acuerdo sobre la gestión de la crisis de Ucrania (inevitable, tarde o temprano), no parece probable que de ello se derive un replanteamiento a fondo por parte de Moscú de unas relaciones con China que habrán ganado en estos años profundidad bilateral y un alcance geopolítico mayor.
La mejora de la comunicación entre los respectivos líderes, con frecuentes visitas al máximo nivel, y la complementariedad mutua confirman una relación constructiva y dotada de creciente significación práctica que puede facilitar la convergencia y la integración de ambas partes. Podríamos tener pronto un modelo de relaciones que sustente una comunidad euroasiática en base a pilares mutuamente pactados y distanciados de los que en su día propiciaron el acercamiento entre Rusia y la UE en la posguerra fría. Las fortalezas emergentes de China y Rusia parecen poder convivir sin conflicto, a diferencia de lo que ocurre entre Rusia y la UE, empeñadas en un desgaste mutuo de capacidades. En el primer caso, unas relaciones más equitativas dotan de sentido la cooperación estratégica.
Pero, además, estas nuevas coordenadas pueden conferir a China un papel singular en la reconstrucción de las relaciones entre Rusia y la UE, incidiendo en la conformación de un modelo que relativice la trascendencia de la sintonía con Bruselas a pesar de la reconocida cercanía histórica y cultural de Moscú con el Viejo Continente. Puede que China no despierte a día de hoy tanto entusiasmo en el Kremlin como hasta no hace mucho ocurría con Europa, pero el afán continental por debilitar la proyección del poder ruso y la consiguiente dilapidación de la ilusión integradora, aboca a Moscú a abrazar esa nueva Asia que China va camino de hegemonizar. Activado y reforzado ese vínculo, sin pretensiones de ejercer doctrinarismo ideológico, estableciendo una cartera diferente de valores comunes y convertidas ambas partes en socios en extremo pragmáticos, pudiera no ser tan fácil deshacer lo andado.