Permítanme compartir mi nuevo libro. El mismo fue publicado en Londres por la reconocida editorial Palgrave Macmillan y lleva por título America’s Two Cold Wars: From Hegemony to Decline? (https://link.springer.com/book/10.1007/978-981-16-9503-2). El libro compara la Guerra Fría que durante más de cuarenta años sostuvo Estados Unidos con la Unión Soviética con la que ahora emerge con China. La obra formula dos preguntas básicas: ¿Qué tan distinto como competidor estratégico resulta China en relación a lo que fue la Unión Soviética? ¿Qué tan distinto resulta Estados Unidos hoy en relación a lo que fue por aquel entonces?
Las dos preguntas anteriores son respondidas a través de cinco capítulos que trazan los cambios ocurridos: De la ideología a la eficiencia; de la hegemonía al menosprecio de las alianzas; de la consistencia estratégica al zigzag; de las alturas a la planicie económica; de la contención razonable a la contención irrealizable.
El primer capítulo refiere que, aunque multifacética, la Guerra Fría con los soviéticos tuvo a la ideología como elemento central. Dos sistemas de valores que aspiraban a la proyección universal midieron sus fuerzas. Allí, Estados Unidos llevó las de ganar. Su noción del “Mundo Libre”, aunque sujeta a profundas inconsistencias e hipocresías, resultó una flecha dirigida al talón de Aquiles de un modelo totalitario como el comunista. La falta de libertad en los diversos órdenes, incluyendo el económico, terminó generando las condiciones para la crisis y ulterior colapso de la Unión Soviética. La Guerra Fría con China tiene a la eficiencia, y no a la ideología, como sustento. Por un lado, la crisis de la democracia en los Estados Unidos brinda escasa credibilidad a su narrativa liberal. Por el otro, para los chinos son los resultados y no el debate ideológico lo que importa. Para ellos, el autoritarismo responde a una cultura política ancestral y no a una ideología. Plagado por un sinfín de problemas domésticos no resueltos, Estados Unidos se encuentra en la peor de las condiciones para competir en términos de eficiencia. Particularmente con una China cuyo listado de realizaciones en las últimas cuatro décadas no encuentra parangón.
El segundo capítulo señala cómo Estados Unidos resultó mucho más exitoso que la Unión Soviética en la construcción y estructuración de un sistema de alianzas internacionales. Desde el Banco Mundial hasta el FMI, desde la OTAN hasta las diversas alianzas militares regionales y binacionales, Washington se encontró a la cabeza de un sólido sistema hegemónico. Sistema este que pasó a hacerse global tras el colapso soviético. Bush y Trump se encargaron de desarticular en gran medida este modelo, generando profunda desconfianza entre sus aliados tradicionales. Mi libro no anticipaba la reconstitución de la Alianza Atlántica que resultó de la invasión rusa a Ucrania, opción impensable hasta hace pocas semanas. Señalaba, en cambio, como la alianza de China con Rusia y su creación de una estructura económica internacional que rememoraba a la creada por Washington tras la Segunda Guerra, le otorgaban la ventaja al país asiático. En particular, la alianza Moscú-Pekín se traduce en importante fuente de vulnerabilidad estratégica para Estados Unidos, quien nunca ha debido asumir esta rivalidad dual.
El tercer capítulo hace alusión a la extraordinaria consistencia estratégica mostrada por Estados Unidos en las dos décadas que sucedieron a la Segunda Guerra. Consistencia que, aunque seriamente erosionada a partir de 1965, permitió al país mantener un claro sentido de propósito y enfrentar los diversos retos que le planteó la Unión Soviética. Más aún, a partir de comienzos de los ochenta Washington asumió una marcada iniciativa estratégica frente a un Moscú cada vez más a la defensiva. Hoy, por el contrario, la extrema polarización política estadounidense hace que sus partidos habiten en planetas distintos en materia de política exterior, empujando hacia un zigzag inevitable. China, por el contrario, persigue un objetivo estratégico preciso: Transformarse en potencia número uno para mediados de siglo. A un mapa de ruta claro se le une coherencia en la acción política.
El cuarto capítulo refiere a la ventaja económica que disfrutó Estados Unidos frente a la Unión Soviética, obligándola a emular sus gastos en defensa a pesar de disponer apenas de una fracción del PIB estadounidense. China, por el contrario, no sólo tomará la delantera económica frente a Estados Unidos a partir de la tercera década de este siglo, sino que mantiene ya a raya la superioridad militar de aquel a través de sus armas asimétricas, de la concentración geográfica de sus fuerzas y de una adecuada estrategia de retaliación nuclear.
El quinto capítulo señala como Estados Unidos orientó su rivalidad con la Unión Soviética, por vía de una política de contención a los impulsos expansionistas de aquella. Política que resultó razonable en la medida en que a partir de comienzos de los años cincuenta Moscú dirigió sus impulsos de expansión hacia zonas periféricas del planeta. Con la excepción de Berlín en 1961 y Cuba en 1963, ambas potencias mantuvieron un tenso forcejeo sin afectar sus espacios geoestratégicamente primarios. Por el contrario, Washington busca contener a China en una zona que resulta geoestratégicamente prioritaria para aquella y en donde concentra el grueso de sus fuerzas militares, lo cual escapa a cualquier posibilidad razonable de éxito.
Así las cosas, a diferencia de la primera Guerra Fría cuando Estados Unidos llevaba el viento a sus espaldas, en esta segunda Washington enfrenta poderosos vientos en su contra. El sentido común aconsejaría, por tanto, evitar una rivalidad suma-cero, aceptar el inevitable emerger de China y propiciar un clima de coexistencia. Lo contrario sólo aceleraría el declive estadounidense. Sin embargo, tal como el libro lo advierte, para bailar el tango hacen falta dos. No siendo nada claro que China quiera bailarlo y así desperdiciar lo que visualiza como“grandes cambios no vistos en un siglo”.