China se encuentra en cuenta regresiva para superar económicamente a Estados Unidos. En 2014 su PIB medido en términos de Paridad de Poder de Compra superó al estadounidense y en 2030 lo superará en términos absolutos. Para 2040 se estima que el PIB de Estados Unidos será del 11% del mundial, mientras que el de China deberá estar alcanzando al 30% de ese PIB global.
Pero en adición al peso económico en ascenso, China avanza por tres rutas estratégicas paralelas con la intención de transformarse en superpotencia dominante. La primera es la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Esta persigue dar forma a una superestructura transcontinental que enlazaría a Asia, Oceanía, África, Europa y América Latina y que tendría a China como epicentro. La segunda es el proyecto “Hecho en China 2025”, que busca el dominio global chino en un conjunto de sectores estratégicos, particularmente el de la alta tecnología. El tercero es la modernización de sus Fuerzas Armadas, la cuales aspiran a convertirse en “segundas ante nadie”, eufemismo que se traduce en las primeras del mundo. Ganar la competencia espacial, que resultaría un corolario de los puntos dos y tres, caería dentro de este mismo contexto. Todo ello debería estarse materializando, según la estrategia china, para el 2049.
De llegar hacerse realidad los proyectos chinos, Estados Unidos se deslizaría al segundo lugar en la correlación de poder mundial. Sin embargo, aún cuando ello ocurriese, dicho país seguiría conservando una ventaja comparativa fundamental: la cultura anglosajona, cuya expresión más palpable es el idioma inglés
El Reino Unido es perfecta expresión de cómo un país que desde hace décadas viene en declive, y cuya única fortaleza económica remanente son las finanzas, puede seguir resultando tan vigente en la escena global gracias al idioma. Es en virtud de éste que medios noticiosos como BBC, Financial Times o The Economist siguen dictando pauta a nivel global, o que sus mejores universidades disfrutan de amplia ventaja frente a sus contrapartes del viejo continente o de Asia. Los diez primeros lugares, en efecto, están siempre reservados a universidades estadounidenses o británicas.
No en balde, cuando un medio de prensa audiovisual o una universidad desean trascender al encapsulamiento nacional o regional recurren al inglés. Tal es el caso de cadenas como Al Jazzera de Qatar, CCTV de China o RT de Rusia, así como de uno de los mejores centros de estudios de negocios del mundo: el INSEAD de Francia. El inglés es la lengua internacional de los aeropuertos del mundo y el lenguaje en el que se expresa la globalización.
El idioma es la expresión más palpable, pero desde luego no la única, de una matriz cultural. Thomas L. Friedman, gran apologista de la globalización, refería años atrás a un mundo plano de rasgos anglo céntricos (The World is Flat, London, 2006). En él convergen hoy desde McDonald’s a Facebook, desde Harry Potter hasta Apple, desde Twitter hasta Google, desde CNN hasta LinkedIn. Son expresiones de universalidad que trascienden fronteras y uniforman al planeta.
Michelle Le Baron y Jarle Croker han simbolizado a la cultura con la metáfora de un iceberg sumergido. Es decir, como un entretejido no visible de significados, creencias y convicciones (“Why the ‘Foreign’ Matters in Foreign Affairs”, Harvard International Review, Cambridge, Autum, 2000). Siendo así, la interconexión de los seres humanos de diversas latitudes a la que ha inducido la globalización se desarrolla esencialmente a nivel de la punta del iceberg que sobresale a la superficie del agua. Sería, paradójicamente, el mundo “plano” proclamado por Friedman. Sin embargo, proyectándose hacia el fondo se encontraría el cuerpo gigantesco del iceberg sumergido. Allí se manifiestan con fuerza creciente e indetenible las identidades más diversas. ¿Cómo negar, sin embargo, la gigantesca ventaja comparativa de quien controle la punta, en este caso plana, del iceberg?
Por más que China doblegue la primacía estadounidense, será difícil que controle la punta del iceberg. Su cultura y su idioma resultan demasiado ininteligibles como para alcanzar la universalidad y, menos aún, la preponderancia. A pesar de que 955 millones de personas hablan el chino mandarín estándar (conocido como la lengua nacional), este es un idioma circunscrito a China y a su diáspora. Incluso en dichos espacios, este debe compartir la identidad china con multitud de otros idiomas, de entre los cuales sobresale el cantonés. Escribir en mandarín, o expresarse en base a claves culturales chinas, es hacerlo para un mundo volcado sobre si. A pesar de su riqueza multimilenaria, se trata de un cultura que sólo logra trascender a cuenta gotas al resto del mundo.
Es aquí donde China encuentra su mayor escollo en sus aspiraciones de convertirse en el próximo centro del planeta. Lograr un mundo sinocéntrico es algo inmensamente más complicado que lograr la preponderancia internacional.