La “biplomacia” de Xi Jinping Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

In Análisis, Política exterior by Xulio Ríos

Las recientes crisis diplomáticas chinas con países como Canadá o Lituania, que se suman a otras anteriores relevantes (Australia, Suecia, Chequia, etc.), trae a colación la idoneidad de la estrategia internacional aplicada por Beijing durante el mandato de Xi Jinping.

La primera misión de cualquier diplomacia consiste en hacer amigos, en generar simpatía, mejorar las relaciones, en abrir camino a proyectos de interés internacional para robustecer las políticas internas y tejer redes de complicidad. Sin duda, este objetivo estructural está presente en la diplomacia china; no obstante, también ha ganado especial significación la concepción de la diplomacia como instrumento legitimador interno y como palanca favorecedora de la adhesión cívica al liderazgo. Esa doble orientación connota la “Xiplomacia”, dotándola de una fuerte inspiración de corte nacionalista.

El presidente Xi Jinping ha querido dar un fuerte impulso al proceso de traslación del poder económico acumulado por China en los últimos lustros a otras dimensiones, desde la defensa a las relaciones exteriores. Inicialmente, fue a petición occidental que se le exigió la asunción de mayores responsabilidades en los asuntos globales a tono con el progresivo abandono de su condición periférica en el sistema internacional. China accedió, pero rechazando secundar sin más la visión dominante sino proyectando una visión propia. Esa autonomía ha levantado ampollas y nos ha conducido a la China que algunos tildan de “asertiva” y cuyos diplomáticos son calificados como “guerreros lobo”. Pero cuando los representantes chinos alzan la voz en las capitales del mundo y en foros internacionales para defender lo que consideran sus intereses, de forma tan altisonante a veces que irritan a terceros, en China, por lo general, lo que se produce es un atronador aplauso. El monólogo de dieciséis minutos de Yang Jiechi en el fracasado diálogo de Anchorage del pasado marzo con el secretario de Estado Anthony Blinken dio alas a un muy celebrado brote de autoestima. Tal como demuestran algunas encuestas, la imagen de China en el exterior se ha resentido de este desarrollo pero internamente ha tenido el efecto contrario, reforzando el liderazgo del Partido Comunista y del propio Xi.

Gran parte del esfuerzo diplomático chino está vinculado a la necesidad de reafirmar y preservar su soberanía en todos los aspectos, no solo territorial sino, sobre todo, política e incluso ideológica. Ni dentro ni fuera se pone en duda. Pero de ahí a pensar que China trate de que el resto del mundo emule su modelo, hay un trecho grande. ¿Acertamos en nuestra diagnosis al afirmar que China pretende sustituir los valores universales por valores chinos y hacernos comulgar a todos con ellos? Pueden aportarse muchas pruebas que ilustran la denodada voluntad de las democracias liberales por expandir su modelo pero no las hay de que China busque recrear un mundo a su imagen y semejanza. Podemos fabular ese tipo de amenaza –que sí existió en el caso de la extinta URSS- para intentar repetir victoria en una guerra fría bis, pero el riesgo de fracaso es alto. No se ajusta a la realidad, el mundo es otro y no parece que tenga vuelta atrás.

Hoy, en buena medida emancipados del atraso y la pobreza de antaño, no pocos chinos consideran que eso de no poder decidir sin estar pendientes de lo que hagan o digan los demás, guía que inspiró el proceder internacional en la China de la reforma, solo puede desembocar en frustración.

Xi, el presidente más viajero de la China Popular,  ha puesto especial énfasis en incrementar el poder del discurso internacional chino. Una gran potencia necesita una diplomacia reconocible, piensa. El tono elegido quizá no sea el más adecuado pero le provee de una notoriedad asociada a un elenco de valores y postulados que enfatizan tanto la contribución de los llamados enfoques o soluciones chinas a los problemas globales como la exigencia de respeto a sus “intereses centrales”. Si en la propia China tal proceder actúa como poderoso galvanizador, en el exterior, sin embargo, alienta temores que, justificados o no, nutren el atractivo de la confrontación en detrimento de la coexistencia. Esto merece una meditación en Beijing.

El tránsito de la “diplomacia de perfil bajo” de los tiempos de Deng Xiaoping a la actual es resultado del nuevo estatus del país y de su propósito de transitar por una vía propia, con singularidades ideológicas, políticas, económicas y culturales. Podemos ver en ello un desafío al orden liberal en tanto su hipotética plasmación exitosa en China podría transformarse en una amenaza para el resto del mundo. En verdad, tal punto de vista, que justificaría para algunos el regreso al guión de la guerra fría, refuerza la idea de quienes en China consideran que con o sin diplomacia “asertiva”, las cosas estarían igual de mal con los países desarrollados de Occidente. Lo que está en juego es la hegemonía, y la diplomacia reflejaría esa tensión como una señal más del enrarecido ambiente existente. En la misma línea, las críticas y reticencias de Occidente no se debería al tono de cierta diplomacia sino a que no acepta el ascenso de una China que no compra su modelo.