La firma del acuerdo comercial más grande del mundo, en un momento en que la globalización está más que nunca en entredicho, resulta tremendamente contradictorio. Pero más paradójico aun es el hecho que se ha firmado en Asia Oriental y en ausencia de Estados Unidos o Europa, estandartes tradicionales de los impulsos liberalizadores.
La Asociación Económica Integral Regional (más conocido como RCEP, por sus siglas en inglés) se materializó el pasado 15 de noviembre con la firma de China, Japón, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Australia y las diez naciones que conforman la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), entre la que se encuentran potencias emergentes como Indonesia, Malasia, Vietnam o Tailandia. Que se le tache de mega acuerdo no es mera retórica: el RCEP aglutina casi un tercio de la población y del Producto Interior Bruto (PIB) mundial. La gran ausencia es la India, aunque la puerta sigue abierta para Nueva Deli.
Una de las novedades que trae el acuerdo es la creación de una documentación única de certificado de origen, imprescindible para acreditar la procedencia de las mercancías e imponer los aranceles correspondientes. Puede parecer un detalle nimio, pero es determinante si atendemos a las características de un sistema de producción regional distribuido a lo largo de los países que conforman el acuerdo. Las cadenas de valor en Asia del Este, es decir, el intercambio de bienes intermedios para su transformación en productos finales, constituyen el groso de las transacciones comerciales de la región. Muchos productos, especialmente los tecnológicos, tienden a cruzar fronteras decenas de veces antes de que se terminen de fabricar y se exporten a los mercados finales. A través de la reducción de aranceles y la creación de unas normas de origen comunes, el RCEP proporciona incentivos a las multinacionales que operan en la región para no relocalizarse a otras latitudes.
Esto es especialmente relevante considerando las intenciones estadounidenses, tanto de la administración Trump como del próximo gobierno de Biden, de fomentar la industria doméstica y el retorno de ciertas actividades productivas. El RCEP afianzará los intercambios económicos en la región y los hará más eficientes. Muchas multinacionales encontrarán incentivos para remodelar sus cadenas de suministro a lo largo de la región, pero no para mudarse fuera de ella. Si la lógica detrás de la guerra comercial era la reducción del déficit comercial con China, el RCEP supone la última estocada a la balanza estadounidense con Asia Oriental. Y es que la victoria más importante que el RCEP trae a Beijing es la creación de una alianza regional en detrimento de los lazos transpacíficos con Estados Unidos y en claro beneficio de los intereses chinos, que están cada vez más ligados a los de sus vecinos. Este mega acuerdo hace a Asia más interdependiente que nunca y esto desde luego beneficia a China. No es por casualidad que ASEAN se ha convertido en este tumultuoso año 2020 en el mayor socio comercial de China, desplazando a la Unión Europea a la segunda posición.
Mientras que algunos vanaglorian el acuerdo tachándolo como una hazaña para el multilateralismo en un contexto de creciente proteccionismo, otros lo desdeñan por poco ambicioso. Y lo cierto es que el RCEP se centra principalmente en reducir los aranceles entre los países firmadores cuando muchos de ellos tienen ya acuerdos bilaterales que limitan los impuestos aduaneros en ciertos productos. Se critica también la ausencia de estándares laborales y medioambientales o la regulación de empresas estatales, que normalmente ocupan sendos capítulos en los tratados liderados por potencias occidentales. Pero aunque el acuerdo regule solo superficialmente las condiciones de producción, es precisamente en esta sencillez donde reside uno de sus aspectos más definitorios. Es un estilo de globalización y cooperación internacional diferente. Asia le ha mostrado al mundo un ejercicio de integración económica regional que aúna la liberalización comercial y la coexistencia de un amplio abanico de ideologías y regímenes que se encuentran en diferentes puntos de desarrollo socioeconómico. Y lo que es aun más importante, lo han llevado a cabo sin la presencia de los Estados Unidos. Después de que Trump se saliese en 2018 del Acuerdo Transpacífico (el TTP, ahora conocido como CPTTP), los estadounidenses se han quedado fuera de los principales tratados comerciales de la región económica más dinámica del planeta. Un regalo en bandeja para Beijing, incapaz de saciar su apetito por entablar acuerdos comerciales y que ya busca cerrar un acuerdo trilateral con Japón y Corea del Sur, así como finalizar las negociaciones del tratado de inversiones con la Unión Europea este mismo año. Resulta hasta paradójico: el país que metió a China en la Organización Mundial del Comercio retraído ahora en sí mismo, mientras el gigante asiático se convierte en el impulsor del comercio internacional. La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca supondrá un cambio de rumbo, pero el tiempo perdido y el daño para la diplomacia económica estadounidense en Asia del Este es irreparable en cuatro años.
Es por esto que la prensa occidental ha interpretado el acuerdo como un toque de atención para Estados Unidos. Se argumenta que China está provechando el retraimiento internacional durante los mandatos de Trump para recuperar el espacio perdido durante el “viraje a Asia” de la administración Obama. Y sí, parece evidente que China aceleró las negociaciones con la intención de firmar el acuerdo antes de un potencial cambio de administración en la Casa Blanca. Pero lo cierto es que el RCEP obedece a tendencias más estructurales que coyunturales. El acuerdo nació en el seno de la ASEAN tras gestarse durante ocho años de largas negociaciones. La idea inicial del tratado comercial era la de armonizar los distintos acuerdos bilaterales entre los países que lo conforman. Sin embargo, en el camino se ha convertido en un claro intento de potenciar los intercambios comerciales y fortalecer las cadenas de suministro regionales. Y es que el comercio intra-asiático es cada vez más potente. Esto ha llevado tanto a multinacionales locales como foráneas a mirar a los mercados del Este Asiático de manera más atractiva. Su descomunal base de consumidores y mayor potencial de crecimiento contrasta notablemente con los mercados occidentales, saturados y estancados. Ya no solo se habla de un Made in Asia, sino también For Asia. Es por esto que el RCEP ha suscitado más atención por su simbolismo que por los detalles del mismo.
Parece ya más que evidente que el 2020 se convertirá en uno de esos años que marcan un antes y un después, o al menos en los libros de historia. Y es quizás gracias a esto que el RCEP llegue a convertirse en un exponente de las tendencias estructurales que a lo largo de las últimas décadas han convertido a Asia del Este en el nuevo centro de gravedad económica mundial.