Si las tensiones en Ucrania llegasen a degenerar en una invasión rusa a ese país, Washington se vería en aprietos. Ello forzaría a desviar su atención de China, país que focaliza la prioridad de su política exterior, quizás por tiempo indefinido. Esto representaría, sin embargo, la menos mala de sus opciones. La peor vendría representada por la articulación de un eje Moscú-Pekín. Dado que ambas capitales mantienen una estrecha asociación estratégica que persigue fortalecer sus respectivos regímenes autoritarios, contrabalancear la presencia estadounidense y expandir sus correspondientes zonas de influencia, estas bien podrían coordinar sus acciones. Es decir, ejercer una potente presión geopolítica combinada susceptible de desbordar la capacidad de respuesta de Estados Unidos.
La posibilidad de esta segunda hipótesis pondría sobre el tapete lo que ha sido el mayor error estratégico estadounidense: Afrontar simultáneamente dos rivalidades estratégicas mayores. Ello contrasta con la experiencia británica a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Para Londres el potente emerger de Estados Unidos, que llegó a ser visto como una amenaza para sus dominios y colonias en América, estuvo a punto de representar su antagonismo estratégico fundamental. Sin embargo, el apoyo dado por Alemania a la rebelión de los Boers en su contra, en Sudáfrica, así como la intención de Berlín de construir una Armada de Guerra capaz de rivalizar con la suya, hicieron que Gran Bretaña comprendiera que su principal amenaza venía de Europa y no de América. El resultado de ello fue propiciar un acercamiento con Washington que, con el tiempo, se transformaría en su mayor aliado estratégico. Gran Bretaña no sólo tuvo claro que no podía tener dos grandes rivales a la vez, sino que buscó la alianza con uno de ellos para enfrentar al otro.
Lo curioso es que Moscú bien hubiese podido convertirse en un aliado estratégico de Washington. Luego de la implosión de la Unión Soviética y del emerger del Estado ruso se produjo dentro del Kremlin un fuerte debate entre dos sectores. De un lado los “Atlanticistas” que propiciaban una alianza con Washington y del otro los “Euroasianistas” que buscaban inclinar la balanza estratégica hacia Asia. De hecho, en un primer momento las preferencias del Presidente Yeltsin se inclinaron hacia Washington. La colaboración mostrada por Rusia en destruir o relocalizar en su territorio el armamento nuclear disperso entre las múltiples ex repúblicas soviéticas, tal como lo solicitaba la Casa Blanca, resultó ejemplar.
Sin embargo, la profunda indiferencia evidenciada por Clinton hacia las sensibilidades estratégicas de Moscú así como sus fuertes críticas hacia las acciones de esta frente al secesionismo de Chechenia, terminaron por inclinar la balanza en contra de Estados Unidos y a favor de Pekín. Después del 11 de septiembre del 2001, siendo Putin presidente, Rusia buscó aún transformarse en un aliado cercano de Washington en la lucha contra el terrorismo, lo cual fue recibido con frialdad por Estados Unidos. Más aún, tanto Yeltsin como Putin en sus inicios sugirieron la posibilidad de que Rusia fuese incluida dentro de la OTAN, opción que le fue negada. Paso a paso, y de manera innecesaria, Estados Unidos se encargo de minusvalorar, reducir la influencia y acorralar a Rusia.
Podría argumentarse que fue sólo a partir de 2008 cuando Estados Unidos comenzó a tomar conciencia de que en China tenía no a un aliado, como suponía, sino un rival estratégico mayor. Podría decirse, también, que ya para ese momento Pekín y Moscú habían tejido lazos importantes. Sin embargo, hubo todavía mucho tiempo para reconstruir puentes estratégicos con Moscú, cosa que no se hizo. De hecho, fue apenas en 2012 cuando Rusia pudo finalmente acceder a la Organización Mundial de Comercio, luego de la negociación de ingreso más larga de esa organización, ante el veto que hasta ese momento impuso Estados Unidos. Como producto de la Enmienda Jackson-Vanick, una reliquia de la Guerra Fría, Washington se opuso durante años al ingreso ruso a la OMC. Todavía en 2013-2014, Estados Unidos propicio la absorción de Ucrania a la esfera de influencia occidental aún a sabiendas del profundo significado que este país tenía para Rusia.
Así las cosas, Washington confronta hoy un notorio sobredimensionamiento de sus compromisos estratégicos. Por largos años Estados Unidos mantuvo la política de prepararse para dos guerras simultáneas, cuyo límite quedó en evidencia ante su imposibilidad de prevalecer militarmente en dos conflictos periféricos como Irak y Afganistán. En tiempos de Trump tal política fue substituida por la de la preparación para una sola guerra con una potencia mayor. Las fuertes tensiones que en la actualidad enfrenta Washington frente a Pekín y Moscú y la posibilidad de que estos últimos se coaliguen proyectando un efecto tenaza sobre Estados Unidos son evidencia de una vulnerabilidad estratégica mayor. Una vulnerabilidad que Washington nunca hubiese debido permitir.