En su reciente cumbre de Londres, la OTAN, en muerte cerebral según el presidente galo E. Macron, ha señalado a China como un riesgo cada vez mayor para la seguridad, apelando a los países miembros a cerrar filas frente al gigante asiático.
El pronunciamiento de la OTAN está en línea con la doctrina de la Administración Trump que desde 2017 ha pasado a la ofensiva contra China en todos los frentes en aras de impedir a toda costa su destronamiento de la hegemonía global, un temor que le quita el sueño. La UE, por su parte, aun calificando a China de “rival sistémico” mantiene una posición ambigua si bien en los próximos meses probablemente deberá decantarse en asuntos clave (como el sustancial papel de Beijing en la implantación de la red 5G en el continente).
A primera vista, la inclusión de China en el radio de vigilancia de la OTAN parece responder a la sempiterna necesidad de construir un enemigo que aporte cohesión (tan necesaria en estos tiempos) a la alianza. Sin embargo, muy al contrario, las fracturas y divergencias existentes en su seno podrían agrandarse en la medida en que se bifurquen los respectivos intereses comerciales y estratégicos de los países miembros. El consenso transatlántico antichino podría no solo no ser viable sino confirmarse como el tiro de gracia para un bloque que presenta signos de preocupante agrietamiento. China lo sabe y es por ello previsible que mueva sus peones activamente para seducir y fortalecer sus relaciones con Reino Unido, los PECO y otros países europeos, al tiempo que las relaciones con Rusia seguirán incrementándose en proximidad y profundidad en paralelo a su consolidación como polo alternativo y de contención a la presión occidental.
La decisión de la OTAN parece abundar en el criterio de que cuanto haga China debe ser interpretado en clave de amenaza. Ya hablemos del ámbito tecnológico o de la seguridad, de su presencia inversora global o sus asociaciones energéticas con determinados países, sus prácticas comerciales o cibernéticas, las rigideces de su sistema político o su espionaje. China es un caso perdido para Occidente, así que debiéramos prepararnos para lo peor. Pero este discurso, que avanza con calzador, no es unánime.
Mientras Washington apela desde hace casi dos años al boicot a China, lo cierto es que esta lo va sorteando, ganando presencia y proyección en cada vez más países, incluso entre aliados de EEUU. Tras el Brexit, pronto podríamos tener noticias de alcance en la relación Beijing-Londres.
Probablemente, el eco de la declaración de la OTAN animará a China a acelerar el paso para asegurar sus intereses clave. China es aun un país en desarrollo, nos recordaba el ministro de Asuntos Exteriores Wang Yi al participar en Madrid en la cumbre ASEM. Su PIB per cápita representa la sexta parte del de EEUU y un cuarto del de la UE. De los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, China tiene el menor gasto en defensa per cápita, equivalente a una decimoctava parte del de EEUU. Puede China aseverar su falta de interés en competir ideológicamente con Occidente o su nulo empeño en exportar su modelo de desarrollo que eso da igual; no obstante, los datos hablan por sí solos. Aun le falta un trecho y bien complejo para alcanzar a los países más desarrollados y asegurar su estabilidad. Aun así, lo importante a ojos de la OTAN es que en 2025 podrá disponer de una flota de siete portaaviones.
La sombra de una nueva guerra fría a través de la conversión de China en un enemigo de Occidente, capaz por tanto de amenazar su hegemonía y su existencia, es la peor opción posible. El desafío más importante del presente es la construcción de un nuevo orden mundial. Ese proceso en curso está originando nuevas redes de alianzas llamadas a suplir el vacío provocado por el inevitable cuarteo de los acrónimos surgidos en el marco de la posguerra y la guerra fría. Los riesgos son inevitables y para afrontarlos la mejor vía es el entendimiento y la cooperación. Las afirmaciones unilaterales de dominio y de poder sirven de bien poco en estas circunstancias.