Beidaihe es una célebre ciudad balneario a las afueras de la capital china donde acostumbra a reunirse en verano la elite del Partido Comunista (PCCh) para debatir de forma informal y, a poder ser, distendida, asuntos de cierto calado. La cita es una referencia obligada del calendario político, aunque históricamente ha sufrido algunos altibajos. Durante la Revolución Cultural (1966-76), por ejemplo, los encuentros fueron suspendidos. Fue Deng Xiaoping quien los recuperó a comienzos de los años 80 del pasado siglo y en el denguismo tardío, Hu Jintao (2002-2012) los suspendió de nuevo. Ahora, Xi Jinping, a partir de 2013, los relanzó otra vez.
Es harto improbable que el ingeniero inglés que a finales del siglo XIX descubrió las bondades del lugar para la mera distracción turística se imaginara un destino tan peculiar. De atractivo recinto vacacional para los extranjeros residentes en aquella China semicolonizada, fue tras la revolución cuando adquirió fama como sanatorio y lugar de descanso para trabajadores modelo entre los que no podían faltar las máximas autoridades del país, reforzando así su simbolismo político. Mao y Deng, los dos Timoneles, el Grande y el Pequeño, de la Revolución China, eran de los más frecuentadores del lugar y aquí se relajaban durante un par de semanas hablando de lo divino y de lo humano con una franqueza poco habitual entre los muros de Zhongnanhai, máxima referencia del poder en China. En ese contexto de muy relativa desconexión se han tomado decisiones de gran calado como el inicio del Gran Salto Adelante y, a otro nivel, cambios en la jerarquía de especial empaque, mostrando los generosos boquetes abiertos en la siempre frágil institucionalidad formal. En el verano de 1954, Mao dedicó a Beidaihe uno de sus más celebrados poemas: “La lluvia pertinaz golpea aquí en el norte, las olas blancas se alzan hacia el cielo…” (en versión de Luís Enrique Délano, 1959).
Oleaje severo o calma chicha
Este año, en cuyo otoño debe celebrarse el XX Congreso del PCCh, cabría esperar de todo menos relajación, dicen los más adeptos a los cotilleos, mientras hacen sus quinielas especulando con la lista de asistentes y ausentes que a menudo refleja la prevalencia de ciertas tendencias. Siempre que la pandemia de Covid-19 permita su celebración, claro está.
En estos encuentros participan líderes en activo (consolidados pero también promesas, entre los cuales no puede faltar la cohorte de secretarios privados de los máximos dirigentes) y veteranos. Precisamente, entre ellos ha trascendido la rebeldía del ex vicepresidente Zeng Qinghong (82 años) o del ex primer ministro Zhu Rongji (92 años), quienes habrían sido conminados por el aparato a no hacer comentarios negativos sobre el inminente conclave congresual. Jiang Zemin, a punto de cumplir 96 años, sigue cosechando el paradójico halo de enfant terrible pero con una decreciente influencia en la toma de decisiones sobre los asuntos más relevantes. Al contrario que Jiang, Hu Jintao, con sus 79 años a cuestas, predecesor de Xi, nunca ha mostrado especial interés en ejercer el poder entre bambalinas. Pero, en su conjunto, las principales figuras del denguismo, alejados de la escena política central del país, son reacios o escépticos respecto a algunas decisiones de Xi que cuestionan el estilo de Deng. Quizá por ello, con la excusa de su avanzada edad y la pandemia, su participación en el encuentro no está garantizada y más bien constituye un reto.
Así las cosas, a escasos meses del decisivo XX Congreso del PCCh, cuya convocatoria reiteró Xi Jinping en la reciente cumbre virtual de los BRICS, el encuentro de Beidaihe adquiere una tonalidad singular pues es aquí donde, con toda seguridad, se pueden limar asperezas, fraguar acuerdos y adoptar decisiones clave respecto al nuevo liderazgo y el propio rumbo político del Partido y del país, formulando los mensajes principales que deben dirigirse tanto a la sociedad china como al mundo.
De entrada, cabe tener presente que uno de los trazos internos del poder de Xi es su rechazo al concepto del consenso, tan manido en la etapa anterior, al que responsabiliza, por su alto nivel de componenda, del estado de desarme ideológico del Partido que intentó reconducir con sus llamamientos al resurgir del marxismo. En su lugar, Xi ha fomentado el debilitamiento efectivo del liderazgo colectivo, la concentración del poder y la lealtad al núcleo, es decir, a él mismo. No menos significativa es la inflexibilidad frente a la búsqueda del apaciguamiento, que en la China de Xi tiene premio, convirtiendo la disposición a la “lucha” en una valiosa virtud militante.
Otra hipótesis alternativa a considerar, en coherencia con la evolución descrita, es que la relevancia de estos encuentros es cosa del pasado. Xi, aunque los recupera y mantiene, en realidad privilegia el poder de los entornos formales para la toma de decisiones en los que ha provocado una auténtica revolución adaptada a sus necesidades a través de la creación de grupos dirigentes especiales que puede gestionar con las manos totalmente libres. Es aquí donde canaliza y ejerce su magisterio en línea con el trazado de una institucionalidad propia que prefiere afianzar sin entrar en tejemanejes que le obligarían a establecer pactos con otros segmentos o clanes del partido. En esta perspectiva, Beidaihe sería una especie de Sanxenxo sin mayor trascendencia política que la derivada del encuentro distendido entre los líderes del país…
Una agenda poco relajante
Para algunos, la complejidad de la situación que vive China a nivel económico, socio-sanitario, político y en su política exterior, configura un controvertido balance de gestión para Xi, lo cual, si bien no le incapacita de facto para un inusual tercer mandato, si, al menos, le obligaría a hacer concesiones. Mientras Xi remitirá las dificultades al momento que vive el proceso chino exaltando sus logros y su capacidad para capear los temporales, que no han sido pocos (desde la crisis de Hong Kong a la pandemia, el empeoramiento de las relaciones a través del Estrecho de Taiwán, Xinjiang, tensiones con EEUU, la UE y más socios), otros las atribuirán a sus “errores”, algunos solo modestamente compensados con sus iniciativas (la Franja y la Ruta o las más recientes propuestas de Desarrollo y Seguridad Global, entre otros).
Es más que probable también que en los meses venideros, algunas tensiones afloren, especialmente sobredimensionadas desde el exterior, con el propósito de generar contradicciones e influir, en la medida de lo posible, en el curso de los acontecimientos y su signo final. Los vaticinios catastróficos sobre la economía china, los supuestos problemas de salud de Xi o la propia utilización del primer ministro Li Keqiang como ariete contra Xi, forman parte de ese cuadro general llamado a alimentar la hipótesis de una crisis política de difícil materialización interna donde, por el contrario, primarán operaciones mediáticas de otro signo, exaltando las bondades del líder y lo certero y promisorio de su pensamiento e ideario. Y también los afanes comunes para presentar el partido y el país en estado de revista, extremando las precauciones en todos los órdenes y reactivando líneas de acción como la lucha contra la corrupción que siempre granjean popularidad al liderazgo.
Del equipo dirigente, atendiendo al patrón sucesorio, podrían acompañar a Xi algunos líderes. No es probable que lo haga Li Keqiang, quien de forma natural debiera ser relevado en el cargo por Hu Chunhua, que en estos años ha hecho importantes méritos al respecto. Pese a ser afín a la Liga de la Juventud y candidato de Hu Jintao, su nombramiento no sería una señal de debilidad de Xi sino una muestra de pervivencia de cierta normalidad en el canon sucesorio. Es probable que Wang Huning asuma la presidencia de la Asamblea Popular nacional, pues Li Zhanshu debe jubilarse. Wang Yang, al frente de la Conferencia Consultiva, podría repetir en el cargo. Zhao Leji, en la lucha contra la corrupción, también. Xi ha ascendido ya a siete generales, consolidando de forma más efectiva su control sobre la cúpula militar antes del congreso.
Entre los candidatos figuran el jefe del Partido en Shanghái, Li Qiang, quien fue secretario privado de Xi; no obstante, algunos consideran que no debe ser premiado tras una gestión defectuosa del brote pandémico en Shanghái. Otras figuras a tener en cuenta son: Chen Min`er o el secretario del Partido en Beijing, Cai Qi, o Li Xi, jefe del Partido en Guangdong. Se da por descontado que Xi Jinping contará con una mayoría holgada en el Buró Político y en su Comité Permanente; la clave, no obstante, radica en la identificación o no de un posible sucesor llamado a relevarle en 2027. De no ser el caso, se confirmaría plenamente su pretensión de ligar su continuidad a la implementación de la Visión 2035, la hoja de ruta que debe materializar el definitivo sorpasso a EEUU, con un cuarto y hasta quinto mandato.
Esa negociación, por otra parte, también puede afectar a asuntos como la gestión de la economía o la dimensión y naturaleza del sector privado en los que Xi ha abanderado en los últimos años una posición de mayor control del Partido frente a las tesis más favorables al imperio del mercado, lideradas por el primer ministro Li.