Xi Jinping se encuentra en el ojo del huracán en virtud de unas prácticas de gobierno que le asocian con una transformación radical de los mecanismos relativamente tradicionales vinculados a la toma de decisiones en el seno del Partido Comunista de China (PCCh) en las últimas décadas. Estos proveían de una institucionalidad pretendidamente conjuradora de los males que en las décadas previas derivaron en una lucha fratricida en sus filas y en una inestabilidad social y política que supuso importantes costes de todo tipo para la sociedad china.
Xi quiso abanderar en su gobierno un estilo pretendidamente más cercano a la sociedad. Aquella visita en enero de 2014 a un modesto restaurante de Beijing para comer bollos al vapor o su comparecencia en un viejo hutong en días de alta contaminación en la capital, presentaban a un líder equiparable a personas comunes y corrientes. En paralelo, la afirmación de su esposa como “Primera Dama”, un protagonismo público menos rígido de lo habitual incluso en el tratamiento de su persona –caricaturado, por ejemplo, hecho inédito entre los dirigentes chinos- o la invocación al “sueño chino”, aproximaban tendencias, expresiones y conceptos homologables con la práctica habitual en el mundo occidental en general y, más concretamente, con EEUU. ¿Puede China equipararse en dichos aspectos a EEUU sin cambiar su sistema político?
En paralelo, conceptos como el Estado de Derecho, la independencia e imparcialidad de la judicia, etc., pasaron a sonar con fuerza en el vocabulario político evocándose como una nueva guía para una gobernanza actualizada y fundada en un reconocimiento de la ley como expresión de una cultura política alejada del molde tradicional. En estos años, a mayores, dio alas a un proceso de acumulación y concentración de poder y al fomento de una práctica adulatoria con bajos niveles de tolerancia crítica que sonrojan y hacen palidecer aquellos cánticos entonados a favor de la mejora del ejercicio de gobierno. Recientemente, los medios chinos, tras su visita al nuevo centro de mando conjunto del Ejército Popular de Liberación, creado tras una profunda reorganización de su estructura, la mayor de su historia reciente, Xi fue denominado como “comandante en jefe”, estableciendo otro paralelismo con su homólogo estadounidense.
No falta quien avizore una especie de nueva “revolución cultural” a la vista de su proceder, con el telón de fondo de una lucha contra la corrupción de una contundencia nunca vista. O, sensu contrario, de una “contra-revolución cultural”. Pero no parece el caso. Ni mucho menos.
Xi plantea su proyecto, en primer lugar, como continuista. Su observación de que “la reforma no niega el maoísmo ni el maoísmo niega la reforma” abunda en unificar un periodo histórico con no pocas –ni menores- contradicciones, poniendo ambas etapas al servicio del proyecto común de modernización del país o, si se prefiere, de culminación del “sueño chino”. Esto implica una asunción simultánea, desde el punto de vista histórico y no necesariamente político, de las etapas precedentes.
A su vez, Xi plantea su proyecto como centralizador. La recentralización en curso de la toma de decisiones principales no contraría la descentralización administrativa, es decir, la transferencia de competencias a poderes locales, tal como viene ocurriendo, pero se reserva capacidades para que desde el poder central y a través de grupos dirigentes específicos en materias clave se puedan adoptar decisiones y velar por su aplicación para hacer frente a los intereses creados que traban la reforma.
Llevado esto al máximo nivel puede suponer, en efecto, una rebaja sustancial de la colegialidad. Frente a un EEUU con un solo presidente, China tendría tantos presidentes efectivos como integrantes del Comité Permanente del Buró Político. Esto, en opinión de Xi –no sabemos si compartida al dedillo por los otros integrantes del sanedrín chino- no es propio de un sistema político con un diseño de alto nivel. En consecuencia, parece sugerir que es tiempo de trascender los condicionantes que en tiempos de Deng empujaron la plasmación informal de este modelo debiendo evolucionar con los tiempos. La centralización pondrá más poder en sus manos, también más responsabilidad y autoridad.
Casar esta evolución con el rechazo del liberalismo político de signo occidental, un mayor control de los medios de comunicación, el énfasis en la lealtad partidaria y el debilitamiento de los experimentos democratizadores de épocas precedentes abre un interrogante sobre el nivel de estabilidad política que puede procurar. Sin controles y equilibrios institucionalizados que favorezcan la autonomía de otros actores sistémicos, no necesariamente idénticos a los de las democracias occidentales, ese tipo de liderazgo puede agravar las tendencias autocráticas. Y no debiera ser ese el objetivo perseguido. ¿O lo es?