El Pew Research Center de Washington estimaba en 2013 que un 85 % de los chinos aprobaba la gestión de su gobierno, mientras que en EEUU solo lo hacía el 35%; en Europa, la mayoría de gobiernos obtenían grados de aceptación parecidos, quedando la inmensa mayoría por debajo del 50%. En enero de 2018, el Edelman Trust Barometer, un índice estadounidense que mide el nivel de confianza de los ciudadanos en su gobierno, ofrecía las cifras de un 84% para China y un 33% para EEUU. En mayo de 2020, en plena pandemia, el China Data Laboratory de la Universidad de California señalaba que un 88% de los chinos prefería su sistema político a cualquier otro.
En abril de 2019, el Pew Research Center contextualizaba la evolución de la confianza pública en EEUU desde que empezó a compilar datos. En 1958, el 75% de la población confiaba en su gobierno (presidencia de Eisenhower). En 2007, la cifra se había reducido a un 30% y en 2019 al 17%. En 2019, se redujo al 12%.
Otro estudio de 2020 a instancias del Ash Center for Democratic Gobernance and Innovation, de la Harvard Kennedy School (“Entendiendo la resiliencia del PCCh”, llevaba por título), ofrecía conclusiones interesantes a partir de miles de entrevistas a ciudadanos chinos llevadas a cabo entre 2003 y 2016. Dicha representativa muestra destacaba la persistencia de la satisfacción de la ciudadanía china con su gobierno, especialmente en el nivel central, pasando del 86,1% en 2003 al 93,1% en 2016. En el ámbito local, el nivel de satisfacción subió del 43,6% en 2003 al 70,2% en 2016. (1)
Decía Mahatma Gandhi que “la democracia solo podrá existir apoyada en la confianza”. La opinión pública china establece su dictamen a partir de una percepción basada en cómo la acción de gobierno transforma para mejor la vida de las personas. Y cabe señalar que en el transcurso del siglo XXI lo que define la gestión pública en China es la elevación de la consideración de las personas como sujeto central de la reforma. Eso explica el incremento sustancial de los ingresos de la población (la renta per cápita superó los 10.000 dólares frente a los 150 de 1978), la mejora de los servicios públicos, de la asistencia sanitaria, de la seguridad social y el bienestar en general, etc. Y aunque resta mucho por hacer para mitigar las desigualdades que aún subsisten, existe un amplio consenso respecto a la sinceridad del compromiso con su superación que, con seguridad, llevará su tiempo. Pero es un imperativo en el que el sistema político chino se juega su futuro. Y el PCCh lo sabe.
China no es una democracia liberal (ni lo pretende ser, habría que añadir), pero sería inexacto e injusto no reconocer que cuenta con un nivel de apoyo cívico que ya quisieran para sí muchas democracias occidentales hoy día. China es otro planeta, decía el filósofo francés Guy Sorman, y su tradición burocrática unida a un ejercicio competente de la gestión se evidencia plenamente competitivo con el liberalismo. Reducir esto a una dictadura basada en el acaparamiento del poder absoluto a costa de ignorar el bienestar de la población o su represión indiscriminada ignora la legitimidad que le brinda la demostrada capacidad para resolver los problemas básicos como también, claro está, esa voluntad de defender a toda costa una soberanía nacional que las potencias occidentales intentan someter de nuevo.
Si algo ha demostrado China a lo largo de los últimos lustros es su capacidad para evolucionar diagnosticando sus problemas, ofreciendo soluciones propias y estableciendo ritmos ajustados a sus tiempos. Si no admitió presiones cuando era más débil, menos lo hará ahora. Y menos también cuando esas presiones provienen en muchos casos de sociedades y sistemas con una agenda de problemas seguramente superior. Poco envidiable.
En las sociedades occidentales llevamos años retrocediendo en bienestar, la corrupción es un fenómeno rampante, la desigualdad se profundiza, nuestros gobiernos están a merced de los mercados y la democracia se ha convertido en la caverna de Platón: quienes realmente ostentan el poder no concurren a las elecciones. Para recuperar un más puro sentido democrático se requieren grandes reformas que acoten el poder del gran capital y que devuelvan el protagonismo a la gente. Solo así recuperará su confianza en la política porque entonces la política puede ayudarle a mejorar su vida. En lugar de señalar a otros con el dedo, es el momento de resetear y acometer reformas bien profundas.
En realidad, estos son los temas que debieran preocupar a los líderes políticos de un Occidente que, por otra parte, aun no se disculparon ante el mundo por las graves agresiones llevadas a cabo en nombre de la democracia en países como Irak o Libia, entre otros, destruidos sin miramientos y ocasionando un enorme sufrimiento a sus pueblos. Tragedias imperdonables que prostituyen la propia idea de democracia.
China tiene carencias importantes en muchos ámbitos y mucho que mejorar en otros, incluida la democracia y las libertades, pero es evidente –y la gestión de la pandemia lo ha demostrado- su gran capacidad de gobierno, sustentada, como reconoce el ex embajador español en Beijing, Eugeni Bregolat, en un éxito económico y social sin precedentes. Y todo debe ser puesto en la balanza.
En 2021 se cumplen 30 años del fracaso de la perestroika. Cuenta el ex líder soviético Gorbachov en sus memorias que sus asesores a menudo le presentaban largos informes críticos sobre las reformas en China. En una ocasión, harto de aquel tono, les instó a adoptar un enfoque positivo, detallándole lo que estaba funcionando y que podría ser imitado.
Las democracias occidentales se empeñan hoy en demonizar a China porque consideran que de esa forma pueden proteger mejor su estatus. Esa “distracción” apuntando fuera puede resultar funesta si sus problemas estructurales se siguen agravando, entre ellos, la pérdida de calidad democrática a manos de oligarquías que desprecian el bien común. Por el contrario, la vía china, bebiendo igualmente en el pensamiento occidental (pues el marxismo no lo es menos que el liberalismo) y en el propio, huyendo de la confrontación y perseverando en tender puentes, puede acabar sentando cátedra incluso en aquello, la democracia, que el supremacismo intelectual occidental quiere convertir en una especie de nueva espada de fuego bíblica.
(1) Estos datos son reseñados por el ex embajador español en China Eugeni Bregolat en su Carta de China: La legitimidad del PCCh, en Política Exterior 198, noviembre/diciembre 2020.