La crisis financiera y económica global ha trastornado la agenda china. A lo largo del año 2008, los abultados ritmos de crecimiento del último lustro, los mayores desde el inicio de la política de reforma y apertura (1978) que pretendían significarse y culminar en la exitosa celebración de los Juegos Olímpicos durante el verano, experimentaron importantes contratiempos con unas fortísimas heladas en vísperas de la Fiesta de la Primavera y el posterior terremoto de Sichuan, ambos acontecimientos con graves efectos económicos. Pero aún entonces, el mayor desafio que encaraba el gobierno chino se centraba en el combate a la inflación, a las puertas de los dos dígitos, en una espiral que hacía temer un agravamiento del descontento social. (1) Pero lo peor estaba aún por llegar.