En cierta medida, las sesiones macroparlamentarias que China celebra cada marzo, reuniendo en total a más de cinco mil personas, permiten poner el estado del país sobre la mesa. Esta especie de debate a la china sobre el estado de la nación ofrece detalles acerca de las preocupaciones que conforman la agenda política y las orientaciones y obsesiones que la definen a corto y medio plazo.
En esta ocasión, como ya viene siendo habitual, las incertidumbres sobre la evolución económica han destacado, pero no tanto por la intensidad o no del crecimiento, el más bajo de las últimas décadas, como por la insistencia en los vectores estructurales que deben transformar su modelo de desarrollo. El fomento de la economía privada, por ejemplo, deviene en un impulso a las microempresas con un fuerte emprendimiento juvenil respaldado por un ingente volumen de crédito asegurado, y se cuentan por decenas de millones las creadas el pasado año. La reforma de las empresas estatales vincula aumento de la eficiencia con la promoción de la propiedad mixta. Por otra parte, el llamamiento a una mayor presencia internacional del capital chino puede traducirse en una nueva oleada de inversiones en el exterior, cediendo espacio al capital privado en detrimento de las grandes empresas públicas. Por último, la reforma en el campo chino se aventura como una de las más profundas de las últimas décadas, pasando del pequeño cultivo de las parcelas individuales a posibilitar la transferencia de derechos de uso a personas y/o empresas con el propósito de crear grandes granjas que mejoren la productividad del campo chino; todo ello, formalmente sin afectar a la naturaleza de la propiedad, que seguirá siendo pública. Todos esos debates se contextualizan en el marco de la liquidación del plan quinquenal vigente, aun de gran impacto en la evolución de esta gran economía con mercado, y la definición de los parámetros que deben marcar el siguiente plan, decisivo para conformar una sociedad de bienestar, con la mirada puesta en 2020.
En el orden político, la agenda pivota en torno a dos grandes ejes. Primero, el fomento de una cultura legislativa apoyada en el enaltecimiento del valor de la ley como instrumento de gobierno, la descentralización del poder y el apoyo a la iniciativa legislativa local y las reformas normativas a todos los niveles. Digamos que China vive un boom legislativo que ambiciona transformar una cultura de gobierno que hasta ahora consagraba la primacía de las circulares internas sobre cualquier otra disposición legal equivalente a papel mojado.
Segundo, la lucha contra la corrupción, un aspecto que viene connotando de principio a fin lo que va de mandato de Xi Jinping. La nueva fase de esta campaña tiene como doble epicentro el estamento militar y las empresas estatales. En el primer caso, tras la investigación de hasta dieciséis generales en 2014, debe acelerarse este año ganando en complejidad para desorganizar las redes criminales que habitan en su interior, condición sine qua non para crear un ejército realmente capaz de librar guerras y ganarlas, como ha reclamado el actual líder chino. Las empresas estatales, tanto las dependientes del gobierno central como de los gobiernos locales, se asocian con malas prácticas que granjean a sus administradores pingües beneficios en detrimento de las arcas públicas.
La lucha contra la corrupción suscita muchos enemigos, pero también sugiere dudas de su neutralidad al constatar su carácter sesgado ya hablemos de la invulnerabilidad de los príncipes rojos o de los dirigentes de aquellas provincias donde el propio Xi Jinping ha ejercido cargos de responsabilidad con anterioridad.
A día de hoy, la máxima preocupación china es consumar con éxito la etapa final de su proceso de modernización, acelerando la transformación del país mediante el cambio en el modelo de desarrollo, la conformación de una sociedad de bienestar y la promoción de una cultura política basada en el respeto a la ley. No es poca cosa.
La culminación de estos objetivos debe procurar al PCCh una nueva legitimidad basada en su capacidad para gobernar un país ciertamente complejo pero también en la revitalización de su ética interna saneando las propias filas de la burocracia. Esta transición se conducirá en lo político con escasas concesiones a las demandas occidentales y los avances que puedan producirse, incluso en materias sensibles como los derechos humanos, estarán siempre supeditados a la preservación de la hegemonía del PCCh, una constante que no aflojará.
Finalmente, esa China que se aventura primera potencia económica del mundo será también un país con renovadas capacidades en materia de defensa e irreductible en la demanda de respeto a lo que identifique como “intereses vitales”. Esto, a la vista de los contenciosos territoriales que mantiene en la región, puede traducirse en un foco de conflictividad. El tono de las relaciones con EEUU, Japón y otras grandes potencias y su papel en la consolidación de esos nuevos acrónimos (BRICS, entre otros) que dan cuenta de la emergencia de una nueva realidad global señalarán la posición última de China en la sociedad internacional del siglo XXI.