A treinta años de la desaparición física del Gran Timonel, la pregunta parece inevitable: ¿qué queda de Mao en la China de hoy? En realidad, bastante más de lo que pudiera parecer a simple vista. Es verdad que su discurso ideológico, económico, social o cultural, está prácticamente ausente. Ni la lucha de clases, ni el colectivismo, el igualitarismo o el combate a Confucio están presentes en la vida china, donde abundan, bien al contrario, todos sus antónimos. Todo ello puede dar una imagen equivocada de la vigencia del maoísmo, reduciendo su estampa a un simple retrato en la tribuna de Tiananmen o una estatua en su lugar natal a donde acuden miles de peregrinos para ofrecer sus plegarias. No obstante, las principales instituciones establecidas por el maoísmo y el sistema interno de relaciones que lo sustenta subsisten ampliamente, a pesar incluso de las loas entonadas en los últimos años al estado de derecho y dirigidas, esencialmente, al público exterior, registrando muy severos altibajos en su aplicación interna.
Desde finales de 1978, cuando se inicia la política de desmaoización, China vive envuelta en un debate interminable respecto de las cuestiones centrales que pueden poner fin, de forma absoluta, al maoísmo. Ya hablemos del estado de derecho, de la separación Estado-Partido, de la independencia de la justicia, etc, el problema radica en los inmensos miedos de los dirigentes actuales a transformar las esencias básicas del sistema político estatal debido a un temor real: la completa liquidación del maoísmo puede derivar, con toda probabilidad, en el principio del fin del propio Partido Comunista. Eso explica el ambivalente juego que exalta a un Mao y margina a otro, que encumbra su pensamiento como objeto de estudio pero lo vitupera y desautoriza al privarle de aplicación práctica en la China de hoy.
Oficialmente se promueve la imagen del primer Mao, el revolucionario y estratega que hizo posible la Nueva China, la única asumible y ensalzable por sus sucesores. Ese Mao es objeto de culto en películas y series televisivas que abundan en la sacralización del mito. Sobre el segundo Mao, el dirigente transgresor de las normas, o el liquidador del entusiasmo político de los chinos a base de campañas ideológicas que hicieron la vida imposible a millones de ciudadanos, el Partido prefiere pasar de puntillas para evitar que su inevitable cuestionamiento pueda afectar a esa infalibilidad que presuntamente legitima su derecho a permanecer en el poder en tanto no traicione su compromiso de servir al pueblo, en un alarde de sustitución de criterios democráticos por principios morales que asientan en la más rancia tradición confuciana, tan combatida por Mao.
Así pues, el Mao del siglo XXI es y no es, existe y no existe. Su discurso puede darse por liquidado con la reforma y apertura; no cuenta con apenas valedores y mucho menos influyentes; cualquier asomo de vuelta al pasado parece una hipótesis remota y totalmente descartable; pero su principal instrumento, el PCCh, que contribuyó a fundar y cuya dirección asumió a partir de 1935, mantiene un férreo y sólido control de todos los ejes de la vida china. No sólo de la política, entiéndase bien, sino igualmente de los ámbitos educativo o cultural, social, administrativo, judicial, o, incluso, económico.
En efecto, el Partido de Mao lo es casi todo en China, asegurando una presencia abrasiva que surge de la exclusividad de su organización en las filas del Ejército (que rinde cuentas al Partido y no al Estado) o, por qué no, en las tiendas de Wal-Mart. Se dirá que no es el mismo Partido ideologizado de Mao, y es verdad, pero no pasemos por alto que el PCCh, en los años de la reforma, incluso en lo económico y a pesar de los signos de privatización, afloja pero no suelta. Algunas enseñanzas de Mao permanecen muy vivas en la conciencia política de los dirigentes de la llamada cuarta generación. Dos destacan sobre cualquiera otras. Primera, el Ejército es una pieza clave para garantizar la subsistencia del sistema y sólo el Partido manda al fusil. Segunda, para mantener su poder necesitará siempre disponer de una base económica importante bajo su control. Puede haber inversión extranjera, puede haber diversificación de propiedades, y podrá regularse, quizás en breve, la propiedad privada, pero el Partido, a través del Estado, no renunciará a la posesión del control de buena parte del entramado económico-empresarial. Unas veces, lo hará a través de la inclusión en sus filas de grandes empresarios privados (esa es la esencia de la teoría de las tres representaciones de Jiang Zemin); otras, impulsando un capitalismo de Estado que garantice el control sobre los sectores estratégicos y buena parte de la economía nacional. Todo lo demás es, en buena medida, una institucionalidad ficticia que el Partido ensanchará o reducirá, en función de las exigencias y prioridades de cada momento, pudiendo, llegado el caso, diluirse como un simple azucarillo.
En China, sólo una evolución a la taiwanesa podría conducir a una ruptura con Mao, pero los mimbres parecen aún muy verdes para adentrarse en ese nuevo tiempo político. El diálogo paraoficial iniciado por el PCCh y los partidos de la oposición al presidente Chen, en especial, el KMT, puede tener consecuencias políticas importantes a medio plazo no sólo para la unificación de toda China sino en la reforma del sistema político continental. Las similitudes entre PCCh y KMT, como entre Mao y Chiang Kaishek podrían ser muchas. Pero, por el momento, a China y Taiwán les separa algo más que un estrecho.