El Partido ha sido uno de los principales caballos de batalla de la gestión política de Xi Jinping desde que asumió funciones en 2012. La secuencia de medidas se orientó a propiciar un rearme ético e ideológico pero también organizativo. Aunque la lucha contra la corrupción fue su eje más visible, las acciones desplegadas abarcaron numerosos campos: desde el fortalecimiento de la disciplina interna con la recuperación de las sesiones maoístas de crítica-autocrítica al sustancial aumento de las cuotas de los militantes.
La consecuencia inmediata en lo político ha sido una profunda repartidirización que alcanzó niveles destacados. El Partido sobre todo y ante todo. Desde los ministerios a los medios de comunicación, las empresas estatales, las organizaciones de masas, el ejército, etc., a tal punto que en Zhongnanhai, donde las oficinas del gobierno están situadas cerca de la puerta del norte mientras que las oficinas del Partido se agrupan más al sur, se dictamina que impera el sur sobre el norte, a diferencia del periodo de su antecesor, Hu Jintao (2002-2012).
Este proceso, que oficialmente reivindica la “pureza” del Partido para lograr el éxito de la reforma y la modernización china, ahora en una de sus etapas más cruciales, puede entenderse también como fase preparatoria de una lucha de poder. La base embrionaria de Xi, articulada en torno a sus amigos de la infancia y las lealtades fraguadas en provincias como Fujian o Zhejiang, además del ejército, afronta el reto de su consolidación. La acumulación de capital político, reflejada en su omnipresencia pero también en la multiplicación de los mecanismos de control personal en áreas clave que habitualmente no son de su directa competencia, le ha permitido reforzar su legitimidad para afrontar la larga partida que ahora se inicia y que debe desembocar en el congreso del próximo otoño.
En el transcurso de sus años de mandato, Xi fue dejando a un lado posibles rivales clave, quebrando las redes clientelares fuera de su control. Para asegurar su posición y una influencia duradera, aspira, como sus predecesores, a colocar a aliados y protegidos en posiciones relevantes. En el periodo que sigue habrá rotaciones importantes que afectarán a muchos seleccionados por los ex presidentes Hu Jintao y Jiang Zemin. Este último, de 90 años y al parecer hospitalizado, detenta aún poderosos resortes tras casi tres lustros fuera del poder máximo. La Liga de Juventud, base política de Hu, vive ya momentos de asedio.
El respeto de la institucionalidad que determina el sistema de sucesión (dos mandatos, jubilaciones, designaciones cruzadas, consenso, etc.), duramente labrada para asegurar una transición predecible y estable, parece estar en juego. Xi no tendrá fácil alterarlo, si eso es lo que pretende. No debiera perder de vista una agitación social al alza con una economía que sigue manifestando una evolución vacilante. Es aconsejable pensárselo dos veces.