Con más pena que gloria se van sucediendo los aniversarios “delicados” en China. Primero fue el de los sucesos de marzo de 2008 en Tibet; después el de la protesta que en 1999 desató la furia gubernamental contra el movimiento de Falungong; el mes pasado se cumplió un año del terremoto de Sichuan y también de la indignación de muchos padres ante la falta de explicaciones convincentes de las causas del derrumbe de tantas escuelas y de la muerte de sus hijos… y ahora llega el vigésimo aniversario de la tragedia de Tiananmen, cuando Deng Xiaoping, el principal inspirador de la política de reforma y apertura, dio su visto bueno a la orden que permitió a las tropas del Ejército Popular de Liberación sofocar la movilización estudiantil iniciada seis semanas antes para reivindicar el fin de la corrupción y los abusos de poder del PCCh.
La naturaleza de cada uno de estos hechos puede ser diferente, más todos tienen en común el desafío a la omnipotencia del régimen, no ya desde posiciones ideológicas antitéticas sino como respuesta a situaciones graves que urgían otra visión y comportamiento de las autoridades. En definitiva, se trata de la exigencia de un respeto que no esté basado en el paternalismo o en el populismo sino en la apreciación cabal de los derechos y deberes de cada ciudadano frente a la sociedad y el poder, como norma irrenunciable para resolver los problemas sociales y dotarse de fundamentos sólidos para garantizar la estabilidad política.
El gobierno chino ha demostrado saber gestionar todas y cada una de estas efemérides activando la censura, multiplicando la propaganda y controlando cualquier atisbo de protesta interna, incluso en Tibet o Sichuan, sin que casi nadie, a pesar del caldo añadido de la crisis y sus secuelas, se atreva a quebrar el muro de silencio que rodea cada uno de dichos acontecimientos. El reforzamiento de los controles y el hostigamiento contra los disidentes, familiares y disconformes cierra el círculo.
A simple vista, Beijing parece haber logrado dos cosas: adormilar la conciencia interna y domesticar buena parte de las exigencias internacionales. El problema ha quedado reducido a unos puñados de afectados que claman infructuosamente, mientras la comunidad internacional nunca encuentra el momento de ejercer la diplomacia adecuada para lograr un cambio de actitud.
¿Pasará lo mismo con el veinte aniversario de los trágicos sucesos de Tiananmen? Este es, sin lugar a dudas, el más delicado de todos los aniversarios citados. ¿Por qué? Aunque no se diga en voz alta, en China nadie olvida Tiananmen. A diferencia de otras crisis políticas, este movimiento no surgió inspirado por una u otra fracción del poder (como así ocurrió durante la Revolución Cultural, por ejemplo), sino que fue el catalizador del descontento social por las desigualdades inherentes a la sacralización del mercado y la deriva de un PCCh enfangado en el nepotismo. Desde la movilización del 4 de Mayo de 1919, la rebelión estudiantil tiene en China un alto significado patriótico. No es casual que sean los estudiantes la punta de lanza de cualquier movilización. El régimen siempre ha querido tenerlos de su lado y desde entonces se ha cuidado de insuflarles una nueva conciencia nacionalista que pudiera hacer borrón y cuenta nueva respecto a aquellos sucesos. Y algo han conseguido.
¿No tiene de qué preocuparse el gobierno chino? Sería su mayor error. Es segura la persistencia de quienes reivindican que se haga justicia y se revise la versión oficial de los hechos. Más tarde o más temprano, esa presión y la propia mala conciencia del régimen tienen que abrir camino a la verdad. Esta vez no se trata de un ajuste de cuentas interno que puede resolverse promoviendo una nueva campaña de rehabilitaciones. En esta ocasión, se afectó el cordón umbilical que el PCCh decía unirle a las masas populares.
En los veinte años transcurridos desde entonces, China ha experimentado un importante desarrollo en lo económico, social, científico y tecnológico. También es cierto que ha habido tímidos progresos en algunos derechos civiles y que los ciudadanos chinos pueden hablar hoy con más libertad que en 1989, aunque están bien lejos de un reconocimiento efectivo de las libertades públicas. También en la lucha contra la corrupción se han producido avances, si bien pocos dudan de las razones estructurales como causa que impide su exitosa erradicación. En todo este tiempo de cambios, persiste una ausencia, la de quienes se han visto más beneficiados por la modernización y que nunca han alzado su voz en defensa de los estudiantes reprimidos. Todo un indicio del poco apego democrático que sugiere su feliz adaptación a la economía de mercado.
En el régimen, con independencia del debate no resuelto entre partidarios o no de la relectura de dichos sucesos, ha crecido la conciencia de una originalidad política que intenta trasladar a su propio proceso de democratización, no solo controlado desde la cumbre, sino también mediatizado por la necesidad de salvaguardar a toda costa la privilegiada posición del PCCh. Ello añade dificultades que aplazan cualquier expectativa de posible revisión.
En muchas partes del mundo se recordará a los estudiantes de la plaza de Tiananmen. El tiempo transcurrido refuerza la inocencia de sus reivindicaciones. Esa circunstancia quiebra gravemente la legitimidad de un régimen que ha necesitado recurrir a la supuesta defensa de la legalidad vigente para ocultar la profunda crisis de su proyecto.