La china es la única de las grandes civilizaciones antiguas que logró sobrevivir al paso del tiempo. Esa circunstancia deviene en un singular peso del hecho histórico en el imaginario colectivo de su sociedad y en la propia acción política de sus gobernantes en cada coyuntura, a veces en forma de tragedia y otras activando el orgullo. Esa dimensión de los siglos transcurridos y la propia singularidad civilizatoria le confieren un plus a su gobernanza que desde otras latitudes, en ocasiones no llegamos a calibrar en toda su dimensión. Acostumbrados como estamos a horizontes temporales marcados por las confrontaciones electorales, es imposible ver más allá y cuando intentamos hacerlo a modo prospectivo, las reflexiones acostumbran a acabar en el cajón. Esto contrasta con el sentido de la perspectiva y la planificación que observamos en China: que si 10 años para duplicar el valor del PIB, que si 50 años para mantener incólume el modo de vida de Hong Kong, que si 100 años para construir una sociedad del bienestar….
El actual líder chino, Xi Jinping, y la desconcertante propaganda que a menudo lo eleva sobre el común de los mortales, gusta mucho de echar mano de la historia en sus discursos. Antiguamente, con cada dinastía, el tiempo era objeto de reseteo, con el marcador puesto a cero. Con Xi, por el momento, no es tanto así. La dinastía del PCCh, iniciada en 1949, no es subjetiva, sino orgánica. Pero en ese empeño, el xiísmo emerge como una “nueva era” en ese tránsito, acaso el definitivo para culminar el largo proceso de modernización del país. Xi trajo a primer plano ya no la fortaleza del confucianismo -que había iniciado su antecesor Hu Jintao- sino del legismo, aquella corriente filosófico-política que propició la formación de China por el emperador Qin Shi Huang, radicalmente anticonfuciano, como Mao, fundador, por cierto, de la Nueva China. Cuando Xi Jinping exhibe un compromiso con el Estado de derecho está pensando en clave Qin, no en clave liberal. Y eso es tan sólo una muestra de lo que decimos, la reafirmación del criterio de la larga proyección de la historia local en la gobernanza china de hoy.
Durante siglos, China fue el centro del mundo, el país, con diferencia, más poderoso y avanzado. Del último viaje de Zheng He, en 1433, hasta el siglo XVIII en adelante, y sobre todo en el XIX, las cosas mudaron y la historia le pasó factura con un Occidente a la cabeza de la revolución industrial. El actual sinocentrismo del liderazgo chino, sustentado primero en el poder comercial de la segunda economía del mundo, presenta una diferencia de calado con aquel pasado hermético: la apertura al exterior, que fue símbolo principal de la reforma iniciada tras la muerte de Mao de la mano de Deng Xiaoping, no tiene vuelta atrás. Por eso, este es un sinocentrismo dependiente. Lo es aunque hoy el patrón de desarrollo de la economía china abogue por la “circulación dual”, es decir, por rebajar la importancia del comercio exterior como factor de crecimiento frente a la dimensión al alza del consumo interno. Y aprendiendo del pasado, se sube a la cima de la revolución tecnológica a sabiendas de que ahí residirá finalmente su capacidad para desplegar de forma natural las muchas potencialidades que tiene. No obstante, un detalle debe ser resaltado: durante siglos, Occidente obró su capitalización merced a una larga lista de guerras y sometimientos crueles de países terceros; por el contrario, China labró su nuevo porvenir a través de un proceso en el que el principal sacrificio residió en sus propias gentes, sin echar mano de contiendas y exportando incluso beneficios para terceros.
La agenda que debe enfrentar Xi Jinping, al frente de los destinos de China desde 2012, traduce la envergadura histórica del momento en detalles de grueso calibre. Es mucho lo que está en juego; en definitiva, la capacidad para convertirse en un actor central en una sociedad mundial altamente interdependiente e interconectada. Su proyecto de revitalización de las Rutas de la Seda ejemplifica ese regreso actualizado de la historia, pero erramos si en eso vislumbramos un afán dominador, a la semejanza del ejercido por Occidente en los últimos tiempos, en buena medida con la combinación activa del poder militar. No hay por qué descreer de la afirmación antihegemónica tradicional de los comunistas chinos como tampoco de la renuncia a un mesianismo exportador de su modelo. China tiene bastante con que enredar en el propio país por muchas décadas. Detrás de los números absolutos que tanto nos asombran, hay una letra pequeña que exigirá aún esfuerzos inmensos para ganar en cohesión y justicia, bases de la estabilidad. Lo que a China le interesa es abrir y desarrollar mercados, no instalar bases militares por doquier ni cargar con las facturas de países que deben encontrar su propio camino para conseguir el progreso. Su propuesta al mundo exterior asienta en la instrumentación de políticas favorecedoras de la conectividad y el desarrollo.
En realidad, lo que está en la base del proyecto histórico que representa Xi Jinping es la capacidad última para ejercer su soberanía en todos aspectos, desarrollando un proyecto autónomo que libere las capacidades del país. No hay receta universal para lograr el desarrollo, el bienestar, sociedades más justas y libres. Debíamos tenerlo presente cuando alguien sugiere que la emergencia de China representa una amenaza. Sin duda, puede serlo pero para aquellos que sostienen la inmutabilidad de esa hegemonía imperial asentada en el dogma universal de sus valores. Tal parecer tiene los días contados. El futuro es la multipolaridad y también la diversidad, igual en el campo de la gobernación política que de los modelos de desarrollo.
El fracaso o el éxito de Xi Jinping estará en función, sobre todo, de su capacidad para preservar la cohesión ideológica y del liderazgo político, la legitimidad del proyecto que representa el Partido Comunista, la estabilidad social, la flexibilidad para asegurar respuestas rápidas y eficaces a una situación en permanente cambio, tanto en lo económico como en lo geopolítico. La vigente cultura política de obediencia aduladora que hundió el liderazgo colectivo para consolidar un poder que contrasta su arrogancia con una retórica abundante en lances positivos, no deja de preocupar. Y será la historia quien se encargará de poner cada cosa en su lugar. También a China. Y al propio Xi.