El perfil y los equilibrios que revele la composición del Buró Político y, sobre todo, del Comité Permanente que salga elegido del XVII Congreso del PCCh tendrán una gran importancia de cara al futuro inmediato. Conviene recordar que Hu Jintao ha sido y es el último líder que ha contado con el beneplácito de una de las grandes figuras de la Revolución, Deng Xiaoping.
Su voluntad fue respetada por Jiang Zemin aún cuando Deng, en el momento de celebrarse el XVI Congreso (en 2002), ya había muerto y cuando la base de poder que había tejido en los casi tres lustros que gobernó China (a partir de 1989), le podían permitir un desaire evidente, aunque probablemente no exento de conflicto. La autoridad de Deng, como la de los viejos revolucionarios, sin ejercer desde hacía años poder formal alguno, no admitía debate y su palabra establecía límites claros a las luchas internas, aunque no pudo impedir a posteriori que su elegido fuese encorsetado por los allegados a Jiang. Pero esas figuras ya no existen en la China de hoy y la identidad de los sucesores dependerá en exclusiva de los juegos de poder y su resultado, y de la propia capacidad de los actuales líderes para consensuar un modus operandi aceptable.
La próxima generación, la que suceda a Hu Jintao a partir de 2012 si, como parece, revalida su mandato en este Congreso, será, pues, una generación “huérfana” de autoridad y sin otra legitimidad que la proporcionada por esa habilidad palaciana que se traduce socialmente en muestras insalvables de opacidad que solo la rumorología aminora aunque con un elevado índice de falibilidad. No será esta una frontera fácil de atravesar. Hu Jintao lo sabe y quizás por eso libra una dura batalla para disponer de la capacidad de maniobra suficiente a fin de promover a sus adeptos en los puestos clave y reducir la significación de sus rivales, a sabiendas de que todo ello podría resultar enormemente efímero, habida cuenta que el propio antecedente de Jiang Zemin le demuestra, por su misma acción, que una vez perdido el poder, careciendo de aquella autoridad, su sucesor o sus rivales podrían laminar de un plumazo todas y cada una de sus avanzadillas y estratagemas.
Pero también, especialmente en el último año y medio, se ha cuidado de promover una cierta cosmética democrática que sin admitir ni de lejos un pluralismo que pudiera abrir paso a la alternancia ni mucho menos, contempla nuevas formas de legitimación de las autoridades que podrían, llegado el caso, alcanzar incluso al propio Presidente del país. Sería un modo de reforzar la autoridad de quien ejerce el poder, cuando la legitimidad revolucionaria se ha disipado por completo en lo subjetivo, y de protegerle frente a las intrigas que, en el pasado, han cristalizado en agudas luchas y campañas que involucraron a millones de personas en experiencias a menudo trágicas. Quizás por ello, Hu Jintao, también promueve una mayor apertura del poder a otros segmentos sociales independientes (en el Consejo de Estado hay dos ministros que no militan en el PCCh), no solo pensando en aprovechar sus habilidades profesionales em puestos de relevancia, sino convencido de la necesidad de incrementar los contrapesos en la gestión de los asuntos públicos en aras de proveer una mayor estabilidad. Todo, en cualquier caso, se hará paso a paso y nunca de golpe y sin cuestionar en modo alguno el papel dirigente del PCCh.
En octubre pasado, Hu Jintao nos citaba en 2020 para imaginar una reforma política de cierto calado, pero antes, siguiendo aquel precepto ya clásico del gradualismo de la reforma, pudiéramos asistir a singulares innovaciones en el comportamiento político chino, con el objeto de reforzar la autoridad (y la legitimidad) del poder.