Fue el presidente chino Xi Jinping el primero en llamar a la “guerra popular” para frenar la epidemia del nuevo coronavirus. Una guerra popular que evocaba la vieja consigna movilizadora maoísta que llevó al triunfo de la revolución. Y a medida que el virus se propagó por todo el mundo, gobiernos de aquí y de allá se sumaron al lenguaje belicista para convertirnos a todos en disciplinados soldados dispuestos a vencer al enemigo común: el Covid-19. Y como en toda “guerra”, los daños colaterales se acumulan, abriendo otros frentes en los que la pandemia es solo el argumento de un conflicto mucho más amplio y cuyos ecos perdurarán más allá de ella.
En primer lugar, el iceberg de la verdad se resume en cifras. Pero los números aquí no cantan. Cada cual maquilla los suyos como puede. En el caso chino, no puede ser que el impacto en vidas humanas y personas infectadas haya sido tan bajo. Tiene que haber manipulación, se dice. Puede. Lo cierto es que en China y en otros países orientales hay una mayor experiencia en la gestión de epidemias, se actuó de forma expeditiva y se movilizaron muchos más recursos. Con todo, fallecieron muchas personas que no fueron diagnosticadas, especialmente en las primeras semanas, por lo que no engrosarían las cifras oficiales. Pero la “guerra de las cifras”, con sus trampas, se ha convertido en algo más que una batalla puntual. Parece estar en juego la supremacía en la eficiencia en el combate de los respectivos “ejércitos”.
En segundo lugar, la cuestión del relato. El virus se descubrió en China pero no necesariamente se originó en China, dice Beijing. Tampoco están probadas las teorías que lo vinculan al comercio y consumo de ciertas especies de animales exóticos. Ni mucho menos las conspirativas, del signo que fuesen. Las autoridades chinas hacen desfilar toda una cohorte de científicos, en su mayoría de otros países, desde EEUU a Italia, que ratifican estos puntos de vista. Quieren evitar a toda costa una versión que le culpabilice de la pandemia y por eso reaccionan con virulencia cuando se intenta nacionalizar el virus como chino asociando estas adjetivaciones con propósitos racistas y xenófobos. Esta pugna va para largo.
En tercer lugar, el debate sobre los errores iniciales en la respuesta china (negación y represión, encubrimiento, etc.) pone el acento en la importancia de la libertad de expresión para actuar de manera eficaz en estos supuestos. La verdad es que aquí lo sabíamos todo, dispusimos de información con semanas y hasta meses de anticipación y sin embargo sirvió de bien poco. Las autoridades chinas aseguran que tratándose de un virus nuevo se necesitaba tiempo para investigar, realizar pruebas y confirmar, y en cuanto esto se verificó se inició la movilización en contacto permanente con la OMS, queriendo desmentir así cualquier afán de ocultamiento, como si se admitió en el caso del SARS en 2002-2003. En cualquier caso, nunca estaría justificado ni el acallamiento ni las presiones policiales y políticas supuestamente para “evitar el pánico”.
En cuarto lugar, el futuro de la globalización. Frente a aquellos que presentan la epidemia como el último clavo en el ataúd de la globalización reclamando repensar las cadenas industriales actuales y el modelo de producción, China argumenta que “no es el momento de abandonar”, sino de reclamar más cooperación mundial partiendo de que la humanidad es una “comunidad de destino compartido”. Aunque, en efecto, se puedan dar pasos hacia una mayor cooperación en la gobernanza global, lo más probable es que con diferentes intensidades el incremento de las medidas proteccionistas y la reducción de los flujos mundiales interconectados deriven también en una relectura del valor estratégico nacional de algunos ámbitos industriales. China producía antes del estallido de la crisis una quinta parte mundial de las unidades de respiradores multifuncionales y alrededor de la mitad de la producción mundial de mascarillas… El desacoplamiento que viene predicando la Administración Trump podría convertirse en una tendencia mundial reforzada por la pandemia.
En quinto lugar, la supuesta politización de la ayuda. A la polémica por los diferentes estándares de certificación de los suministros procedentes de China se une la supuesta intención geopolítica de la ayuda. Los focos se dirigen especialmente hacia Europa. China niega que exista una “diplomacia de las mascarillas” y que su propósito no es otro que corresponder y solidarizarse. Malo si hace, malo si no hace. Pero son sus expertos los que viajan a numerosos países o realizan videoconferencias a tutiplén para proporcionar valiosos datos y experiencias para combatir la pandemia. Por el momento, nadie ha correspondido más que China. Que eso puede derivar en una mayor influencia política post-pandemia? Es más que posible.
En sexto lugar, la credibilidad de la OMS quiere ponerse en entredicho por su hipotética “cercanía” a China. Del hecho mismo de la nacionalidad etíope de su director general y de la importancia de las inversiones chinas en su país se detrae la cuestión de la supuesta confabulación con la autocracia oriental para edulcorar y avalar las severas medidas adoptadas en Beijing a fin de conjurar la epidemia. Todo parece valer para afear y deslegitimar el comportamiento chino. Es China, dicen, quien marca la pauta en la OMS. Nunca se ha visto nada igual. No se puede encumbrar la respuesta china y mucho menos decir que colaboran o que informan con transparencia, hasta ahí podríamos llegar. Y ya saben, ni soñar con liderar ninguna organización internacional. Otro frente en el que presentar batalla.
En séptimo lugar, el impacto en la estabilidad social y política. En muchos países, la gestión de la epidemia tendrá importantes consecuencias. De EEUU a Brasil, por ejemplo, también el futuro de la propia UE está en entredicho. En China, los diferentes movimientos apuntan a un reforzamiento del poder de Xi Jinping, aunque la gestión económica que está por venir se antoja complicada y podría pasarle factura. En Occidente parece primar el esfuerzo por convertir las críticas ciudadanas, muchas de ellas justas, a los errores del PCCh en la gestión de la crisis en una convulsión que desestabilice el país, pero es difícil que eso llegue a cuajar.
Por último, la intensificación de la tensión ideológica. Bajo ningún concepto parece poder admitirse que en China, con un gobierno que ahora si es comunista (no parecía serlo tanto cuando había que justificar los grandes negocios de nuestras multinacionales en el país superexplotando su mano de obra barata), se hiciera algo bien. Nuestra democracia es perfecta e infinitamente superior. China justifica su balance en un modelo de gobernanza que es resultado de la búsqueda de un modelo propio, un afán casi tan viejo como el propio Partido Comunista. Lo cierto es que en esta “guerra” cada cual tiene sus ventajas e inconvenientes. Lo aconsejable sería una severa introspección porque ambos son susceptibles de grandes mejoras, pero eso, en plena contienda, es como pedir peras al olmo.
Y ya que estamos, en el Arte de la Guerra, Sun Tzi decía: “Un ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un ejército derrotado lucha primero e intenta obtener la victoria después.”…