Los datos que arroja el balance de la evolución de la economía china en el primer trimestre del año han añadido preocupación a la situación de la economía mundial, en punto muerto en los principales países desarrollados. En efecto, en China han descendido el consumo y la producción industrial. Las exportaciones también se han desacelerado desde el 25% de enero hasta el 10% de marzo, indicadores claros de la atonía de la segunda economía del mundo. No obstante su crecimiento haya alcanzado el 7,7 por ciento, por encima del 7,5 fijado oficialmente para todo el año, es inferior al 7,9 del último trimestre del pasado ejercicio, que finalizó con un 7,8 por ciento, el nivel más bajo de los últimos trece años. En el lado positivo, cabe mencionar el control de la inflación, que en marzo bajó al 2,1 por ciento frente al 3,2 por ciento de febrero. La previsión para todo el año es no superar el 3,5 por ciento.
La cuestión clave es determinar si estamos ante un ligero bache coyuntural o, por el contrario, ante una seria advertencia de nubarrones en el horizonte inmediato que pueden desdibujar los pronósticos más optimistas, como el señalado hace pocos días por el HSBC que auguraba un 8,6 por ciento en 2013, agravando la timidez de la recuperación global. Las alertas se completarían con el temor al estallido de la burbuja inmobiliaria y al elevado monto de la deuda de los gobiernos locales, cercana ya al billón de dólares y mayor en volumen a la oficialmente reconocida. No falta incluso quien apunta a China como próxima víctima de la crisis de deuda. La agencia Fitch degradó recientemente su deuda en yuanes por los riesgos que afectan a la estabilidad financiera, si bien con una perspectiva estable en relación a la deuda en divisas. Las reservas de China, las más importantes del mundo, alcanzaron los 3,4 billones de dólares en marzo, cuadriplicándose con respecto a 2005.
El nuevo gobierno chino elegido en marzo ha formado su equipo económico en el que destacan figuras como el ex primer ministro Zhu Rongji, Lou Jiwei, ministro de finanzas, o Zhou Xiaochuan, gobernador del Banco Central, o el viceprimer ministro Ma Kai. Cabe esperar que la relativa indefinición del rumbo a seguir en los próximos meses se vaya disipando conforme se avancen indicaciones respecto a cómo piensa afrontar los desafíos estructurales que están en el origen de esta situación y que invitan a la aceleración del ajuste en el modelo de crecimiento. Li Keqiang parece decidido a fundamentar el nuevo curso económico de China privilegiando el papel de la iniciativa privada, en detrimento del sector público, que será objeto de un mayor control y contención. Por otra parte, se anuncian planes de una profunda reestructuración industrial en los sectores tradicionales (acero, cemento, aluminio, tierras raras, etc.) afectados por la sobreproducción y la baja rentabilidad.
El proceso en curso de liberalización de los mercados financieros se ha ligado a la internacionalización de su moneda, el yuan, que se experimenta en zonas piloto (Shenzhen, Qianhhai), en paralelo al aumento de acuerdos bilaterales favorecedores del uso de las respectivas monedas orillando el dólar. Esto no debiera ser interpretado automáticamente como un desplante al dólar. China apenas ha reducido en un 2,5% su tenencia en bonos del Tesoro (1,1 billones de dólares).
Pese al inmenso reto que supone, grandes esperanzas se cifran en la gestión de la urbanización masiva en curso. De aquí a 2025, unos 300 millones de personas deben instalarse en las ciudades, donde ya residen unos 260 millones de inmigrantes rurales no integrados. La previsión de inversión es de unos 6 billones de dólares en diez años. Un segundo eje cabe referirlo a la creciente importancia de los factores ambientales, cuya desatención supone hoy un coste equivalente al 3,5% del PNB. Aunque con la boca pequeña se admite que en la presente década no habrá posibilidades efectivas de contener la degradación ambiental, la inversión en este aspecto tendrá que seguir aumentando, en especial promoviendo el desarrollo de energías alternativas y renovables frente al tradicional consumo de carbón.
El potencial de crecimiento que incorporan tanto las reformas industriales como la urbanización, junto a los acomodos en el campo y en el sector financiero, no hacen temer por la desaceleración de la economía china y añaden optimismo a sus expectativas. Supondrá una nueva y profunda transformación del modelo de crecimiento, robustecido con el aumento de los ingresos de la población y la mejora de las prestaciones sociales en ámbitos igualmente marginados cuando no residuales. El éxito de esta transformación está directamente relacionado con la supervivencia de la hegemonía del Partido Comunista.
Pero la clave esencial del éxito va a residir en la capacidad del gobierno central para evitar que los gobiernos locales esquiven sus políticas, un empeño que será difícil de salvar ante la magnitud de los intereses creados que han ganado vida propia a lo largo y ancho de su inmenso territorio. Beijing les queda muy lejos.