Zhou Yongkang, máximo responsable en materia de seguridad pública en el Comité Permanente del Buró Político (CPBP) del PCCh, quien recientemente visitó España y ahora se prodiga en arengas a unidades policiales y militares y también en hospitales en la alejada ciudad de Urumqi, advertía a inicios de 2009 de los complicados retos que China debería afrontar en este año. Zhou pensaba entonces en el plus para la seguridad que significaba el impacto de la crisis internacional en las frágiles estructuras productivas del sur de China y que amenazaban con cierre de fábricas, pérdida de puestos de trabajo, malestar social y aumento de la delincuencia en el ámbito urbano y en sus periferias rurales, todo un desafío que podría hacer aumentar exponencialmente el número habitual de “incidentes de masas” (quntixing shijian) que cada año se eleva a decenas de miles.
Ese temor sirvió de argumento para que miles de responsables policiales de todo el país se reciclaran en seminarios de formación en el primer semestre del año y que deberían ayudar a multiplicar la vigilancia y la prevención, especialmente en el orden local, y afrontar las posibles crisis con mano izquierda a fin de reconducir los conflictos evitando su trascendencia y enquistamiento o, peor aún, su concatenación desestabilizadora.
Pero Zhou Yongkang no estaba preparado para la crisis que se gestaba en Xinjiang. A la espera de la EXPO Shanghai 2010, se pensaba que lo peor había pasado. En 2008, todas las miradas estaban puestas en la zona, mucho más que en Tibet, ya que los atentados contra las fuerzas de seguridad han aumentado de forma importante en los últimos años, convirtiendo a los grupos armados uygures en el principal reto interno para la seguridad olímpica. Pero cuando el malestar es profundo, una pequeña chispa es suficiente para provocar un gran incendio. Y la chispa se produjo a miles de kilómetros de distancia, con el enfrentamiento entre uygures y han que se saldó con el linchamiento de dos personas de dicha minoría.
Ese mismo Zhou Yongkang compareció en la reunión del CPBP del pasado 9 de julio, en presencia de Hu Jintao, quien en un gesto sin precedentes accedió a suspender su visita de Estado a Italia y la presencia en la reunión con el G-8 para seguir la crisis desde Beijing, para reclamar mano dura con los “alborotadores” de Xinjiang. Por retorcido que parezca, la interpretación del origen de las tensiones en Xinjiang solo puede ser una para el PCCh: el terrorismo internacional ataca China. No tiene nada que ver con los problemas nacionales del país sino que se trata de un episodio de violencia criminal en masa (184 muertos y más de 1.000 heridos, según las últimas cifras oficiales), aunque los despachos oficiales reconocen que se producen “reuniones y manifestaciones ilegales” de ¿bandidos?.
A partir de ese momento, el anuncio de duras penas para los culpables y el refuerzo absoluto de las medidas de seguridad, con toque de queda incluido, ejemplifican el cierre de filas. Con el argumento de la lucha antiterrorista, la dura represión que se avecina ahora no será tan cuestionada por los países occidentales, escasamente proclives ya a respaldar cualquier reivindicación proveniente de grupos musulmanes, laicos o no, y Beijing tendrá las manos libres para actuar a su antojo aplicando los métodos más punitivos.
Tan dura reacción en caliente presenta, no obstante, el inconveniente de contribuir en muy poco a resolver los problemas de fondo que revela la crisis de Xinjiang, mucho más que un problema de orden público y seguridad. Las deficiencias del modelo político chino y de su arquitectura institucional, ambos factores anclados en un maoísmo formal y recalcitrante totalmente ajeno a la realidad china actual, son orilladas en beneficio de una estrategia que tiene muy en cuenta los importantes recursos naturales de la zona y la necesidad de ultimar su explotación para contribuir al desarrollo de su fuerza económica, a punto ya de superar a Japón. Tan noble causa no puede detenerse ni repensarse por culpa de una minoría obstinada que se empeña en no reconocer las excelencias de la modernización “made in China”.
Pero las nacionalidades minoritarias tienen derecho a su existencia política, a rechazar la imposición de modelos económicos, sociales y culturales que reproducen comportamientos abiertamente coloniales y que diluyen su identidad. El gobierno chino y el PCCh, que han logrado en los últimos sesenta años combinar el rescate de ciertas culturas nacionales en serio peligro de desaparición (o quizás disfrutando de un inconsciente anonimato protector) y su triste conversión posterior en meros recintos etnológicos y antropológicos a modo de curiosidad científica y turística, debiera mostrar la sensibilidad indispensable para reconocer la necesidad de arbitrar soluciones políticas específicas para ciertas nacionalidades que, como la uygur o la tibetana, ofrecen una loable resistencia a esa sinización uniforme y propia de un tiempo que debiera tener los días contados.
Por mucha mano dura que emplee el gobierno chino en acallar las demandas uygures, solo logrará activar nuevos procesos de violencia que hoy mismo se desarrollan larvadamente en las conciencias resentidas de los millones de ciudadanos que en China no comparten su mismo sueño nacionalista. Si el PCCh no es capaz de diseñar un nuevo equilibrio que haga realidad la autonomía prometida –hoy puro cuento- nunca podrá aspirar a obtener el mínimo de lealtad y fidelidad de las nacionalidades minoritarias. Los “sabotajes” continuarán. El pulso, todos lo saben, va para largo y cualquier apariencia de calma será ilusoria. ¿Acabará el pueblo chino como el pueblo soviético? La historia no perdona.