Armonía, desarrollo científico, justicia social, nuevo papel y responsabilidad de China en el mundo … El vocabulario del presidente chino Hu Jintao desde que asumió el cargo de secretario general del PCCh (2002), manifestaba un signo diferente al de sus antecesores, con una sensibilidad creciente hacia los temas sociales y políticos, incluso ambientales. En 2007 culminaba ese proceso de aggiornamento asumiendo la importancia de lidiar con la democracia, aunque solo fuera con la idea inicial de servirse de ella para aumentar el poder y la legitimidad del PCCh sin plantearse, a priori, una transformación sensible del sistema político vigente. Pero a tres años vista de culminar su segundo y último mandato, corre el serio riesgo de pasar a la historia como el principal verdugo de las nacionalidades minoritarias, opacando con ello la positiva e innovadora gestión realizada en otras materias.
No se puede afirmar que Hu Jintao desconozca las aristas del problema. Quizás por ello no dudó en suspender su visita de Estado a Italia y la participación en el encuentro del G-8 para regresar a Beijing, en un gesto inédito que transmite la suma gravedad de la situación en el Oeste chino. Hu Jintao ejerció como secretario en Tibet a partir de 1998 y tampoco aquí dudó en echar mano de la represión para sofocar la rebelión de los lamas al poco de asumir sus funciones. Según algunos biógrafos, fue aquí donde Deng Xiaoping captó el valor de sus habilidades, tanto represivas como negociadoras, y decidió apostar por él como relevo de Jiang Zemin. En 2008, los sucesos en Lhasa le catapultaron diez años atrás.
El gobierno de Beijing alaba estos días las excelencias de la política aplicada en los últimos años en Xinjiang: reducción de la pobreza a la mitad, aumento significativo de los ingresos de los campesinos y ganaderos de las etnias locales, acceso creciente a un mayor bienestar como resultado de la explotación de sus importantes recursos, petróleo incluido, y las fuertes inversiones públicas. Cifras y datos quizás reales que abundan en la perplejidad originada por unos hechos que solo alcanzan a explicar en virtud de la influencia desestabilizadora manejada desde el exterior, un argumento recurrente pero a todas luces insuficiente. De ser tantos y tan excelentes los progresos registrados no sería tan fácil exacerbar las tensiones con un balance tan dramático y desolador. Hu Jintao es de la convicción de que el progreso material asegura la estabilidad, y sin duda es condición necesaria, pero no basta. El trato a las nacionalidades minoritarias en China alterna la represión y el paternalismo, pero carece de un diseño político que sugiera para ellas un protagonismo de nuevo tipo que les reporte dignidad y oportunidades en el ejercicio público sin más interferencias que las previstas en un marco legal que hoy día adolece de numerosas carencias formales y conceptuales. El catálogo de derechos formalmente reconocidos a las nacionalidades minoritarias en la legislación china vigente es una modalidad de discriminación positiva que a modo de concesión no ha generado una evolución apropiadora de su destino, sino que más bien tiende a servir de exhibición del “buen trato” dispensado por los líderes chinos, algo por lo que deberían mostrar siempre un singular reconocimiento, motivando incluso el celo y la envidia en la mayoría han. Hace escasos días, un total de 15 funcionarios de la populosa ciudad de Chongqing eran sancionados por falsificar el origen étnico de 31 estudiantes para que obtuvieran puntos adicionales en el gao kao, el examen nacional de ingreso a la universidad. De partida, no siendo han, es más fácil. ¿A qué se debe la parálisis en la política de nacionalidades cuando en tantos otros campos China ha realizado un esfuerzo de adaptación y creatividad constante? El atolladero en que se encuentra la política en materia de nacionalidades del gobierno chino y del PCCh es directamente consecuencia tanto del interés mostrado por reducir la dimensión del problema a categorías como la economía, la religión, la cultura, o el turismo, como del empeño en evitar la dimensión política del conflicto. Pero más desarrollo, por sí solo, no va a suprimir el apego a las identidades respectivas, del mismo modo que el auge experimentado por China en los últimos 30 años no ha conducido a una asunción ciega del discurso occidental sino, al contrario, se está convirtiendo en el soporte de un nuevo impulso a la identidad milenaria china, incluidas sus raices confucianas. Esa deliberada minusvaloración de la importancia de los problemas nacionales y la prioridad otorgada a otros asuntos, económicos esencialmente, están a punto de conducir al colapso en esta materia.
Beijing ha logrado sinizar la mayor parte de las 55 nacionalidades minoritarias del país, convertidas, en su mayoría, en protagonistas de parques temáticos que producen hilaridad, o, a la espera del turismo depredador, en usufructuarios preferentes de sus maravillas geográficas y naturales, aunque no siempre sin conflicto, como ocurrió recientemente en las Cataratas de Huangguoshu, las mayores del país, sitas en la región autónoma de Guizhou, donde también los campesinos de la nacionalidad zhuang se enfrentaron a las autoridades. Esa sinización es, en cierta medida, otra expresión de fracaso de una política auténticamente orientada a proteger la diversidad étnica. Es evidente que no es el caso.
El efecto bola de nieve preocupa. En la vecina Tibet, donde las imágenes de Urumqi servidas por la televisión china recordaban los disturbios de marzo de 2008, el Ejército, temeroso del contagio, movilizó a miles de efectivos por tierra y aire para impedir cualquier hipotética extensión del conflicto. Pero la prevención debiera ir mucho más allá, impulsando una reflexión que actualice los enfoques y las políticas, arbitrando medidas lo suficientemente audaces como para restablecer el equilibrio en las relaciones interétnicas. Hu Jintao hace bien en preocuparse. No le queda mucho tiempo para corregir tan peligroso rumbo.