La rebelión de los uyures en Urumqi, capital de Xinjiang, ha puesto de nuevo patas arriba las excelencias de la política étnica del gobierno y del PCCh. El detonante (al parecer, el linchamiento de dos uygures acusados de violar a una trabajadora han por parte de grupos de esta comunidad en la provincia sureña de Guangdong), ha sido un hecho puntual que, contrariamente a la versión oficial que insiste en la premeditación y planificación desde el exterior, en si mismo revela las tensiones profundas que laten en su tejido social y en el cual no solo crece el descontento por las desigualdades y el lento efecto de las políticas redistributivas, cuya implementación llevará su tiempo, sino también aflora la insatisfacción de algunas nacionalidades minoritarias y también de los han respecto al arrollador paternalismo gubernamental que no entiende otra clave de relación que no sea la meramente económica o diluyente de una identidad considerada, en términos generales, poco evolucionada e incapaz de acompañar el ritmo de cambio que imponen los nuevos tiempos.
El tirón desarrollista de las décadas de reforma y apertura es asumido por la mayoría han como un elemento modernizador que contribuye a la mejora general de su estatus, acercando el logro de la prometida existencia relativamente acomodada. En ese proceso, el propio gobierno ha incentivado la colonización de las áreas más atrasadas del país, no por casualidad con predominio de presencia de nacionalidades minoritarias, en un esfuerzo por reducir los desequilibrios territoriales, para redistribuir los beneficios de la modernización en curso y también para poner en explotación los importantes recursos naturales de todo tipo que abundan en dichas zonas y que hoy son imprescindibles para asegurar que la caldera del crecimiento funcione a toda máquina.
Esa lógica ha facilitado la mejora de ciertos índices y el aumento de las cifras absolutas en muchos dominios, pero también es verdad que los protagonistas del cambio son, en su mayoría, inmigrantes procedentes de otras zonas de China que poco a poco van reduciendo a pura anécdota el tradicional modus vivendi local. La conquista del Oeste promovida por el gobierno chino hace una década ha orillado una vez más la importancia de las colectividades nacionales locales y se ha apropiado del cambio sin que sus teóricos beneficiarios puedan sentirse parte de él, convencidos de que lo celebrarían sin rechistar.
Cambiar el modelo de desarrollo, empeño que anima hoy las preocupaciones esenciales del gobierno central chino, no solo significa prestar más atención al medio ambiente o a la innovación tecnológica, sino que debe suponer también conceder mayor importancia al factor social, una dimensión ya en la agenda, pero que no puede ignorar las perspectivas culturales e identitarias que puedan tener otras nacionalidades con otras concepciones del desarrollo arraigadas a su territorio y su forma de ser y que hoy pueden sentirse arrinconadas, cuando no simplemente despreciadas. Conformarse con echar balones fuera en estas condiciones es la mejor receta para que tan graves hechos puedan volver a repetirse.