China tiene su razón cuando dice que el Tibet de los años cincuenta era un infierno feudal. Pero le falta cuando presenta ahora un Tibet poco menos que idílico. Poniéndose el parche antes de la herida, China se ha volcado en este aniversario ante el temor a la reiteración de incidentes, dentro y fuera del país. No podrá evitarlos todos, pero intentará ahogarlos en un inmenso mar de propaganda, ejemplificado en ese nuevo Libro blanco sobre los 50 años de la “reforma democrática” en Tibet, dado a conocer recientemente.
Hay una seria paradoja en la forma de abordar los problemas de las nacionalidades minoritarias en China y, en concreto, la cuestión tibetana. De una parte, se acusa a los movimientos nacionalistas de hacer política aunque, para despistar a ingenuos, se presentan bajo ropaje religioso. De otra, se excluye la política de la “solución”, tratando de reducir el problema a una cuestión etnológica o antropológica, lo cual supone asumir un liderazgo modernizador limitado que toma cuerpo en el fomento del turismo o un desarrollo económico uniforme. Lo lamentable es que dichos esfuerzos, por parciales, están condenados al fracaso y cuanto empeño se invierta en popularizar ese discurso, a la larga será tiempo perdido. China puede presumir de muchos avances materiales en las últimas décadas, entonando incluso un aceptable mea culpa por los desmanes de la Revolución Cultural, pero nunca será suficiente un reconocimiento de la diversidad cultural y religiosa si no se acompaña de propuestas políticas innovadoras que le eviten situarse de forma permanente a la defensiva.
El respeto y la integración de la diversidad no equivalen a la institucionalización de parques temáticos de millones de kilómetros cuadrados, sino que exigen la formulación de propuestas de autogobierno que instituyan un marco mínimo para el ejercicio de una lealtad equilibrada. La identidad no es un medio de vida, es una forma de ser y estar. En el caso tibetano, mientras Beijing no adelante propuestas políticas serias, el aglutinante religioso seguirá ejerciendo de gran coraza protectora y dique frente a un sano y reivindicable laicismo democrático. En el fomento de esa laicidad, imposible sin política creativa, puede encontrar China un aliado transformador y socialmente aceptable. Mientras tanto, insistiendo en la propaganda, los liberadores que hace cincuenta años pusieron fin al drama feudal del pueblo tibetano, seguirán corriendo el riesgo de ser calificados de simples ocupantes.