A lo largo de la crisis iniciada con la revuelta tibetana de marzo pasado y el polémico recorrido de la antorcha olímpica por algunas ciudades del mundo, ha resaltado la importante movilización de las comunidades chinas de ultramar, pero también, a la inversa, se ha podido constatar el relativo escaso apoyo y comprensión con que cuentan en el exterior algunos aspectos de la política china.
En ese comportamiento influyen varios factores. En primer lugar, la escasa simpatía que despierta su modelo de autoritarismo al servicio del desarrollo, incluso entre quienes han seguido, en Asia mismo y desde otras coordenadas ideológicas, un proceso similar. En Occidente, las reservas son más complejas ya que no solo influyen los factores de índole política, sino también los temores de orden económico, social o estratégico. Poco cuenta, en este caso, el espectacular crecimiento registrado en las últimas décadas y, a pesar de la subsistencia de enormes carencias, las mejoras sociales subsiguientes, cuando en el horizonte no se vislumbra voluntad alguna de democratización efectiva del sistema político y de asunción de mayores responsabilidades en el orden internacional. En Beijing, no maduran aún las condiciones para esa liberalización urgente que se le reclama e incluso podría decirse que la influencia de quienes apuestan por un modelo político no homologable es significativa.
En segundo lugar, la paralizante confusión ideológica, inevitable cuando es una formación nominalmente comunista quien afirma la necesidad de liberar las fuerzas del mercado, generando desconcierto, cuando no críticas, en los sectores tradicionales de izquierda y progresistas que bien podrían simpatizar más con un régimen liderado por una fuerza antiimperialista y antihegemonista, pero que se distancian de sus “herejías” en otros órdenes. Es verdad que algunos gobiernos, afines en lo ideológico-formal, han cerrado filas en torno a China, aún cuando puedan discrepar de esa orientación socioeconómica, pero pocas voluntades sociales ha logrado aunar para arropar sus postulados. En la movilización de algunos sectores de la izquierda ha pesado más la denuncia de la manipulación mediática y de la “conspiración” orquestada desde EEUU y sus agencias que una simpatía cercana con su política, lo que hubiera llevado a defender el periplo de la antorcha y su simbolismo. Lo mismo podría decirse respecto al no cuestionamiento de la política china en materia de nacionalidades por miedo a que ello se interprete como un aval a sus críticos parateocráticos o de otro signo.
Las relaciones del Partido Comunista de China con los partidos y movimientos sociales de todo el mundo, gestionadas a través de la acción paradiplomática de su departamento de enlace internacional, tienen como característica esencial, desde hace años, esa rica pluralidad que hoy no admite en el interior, ya que no se ciñe en absoluto a los contactos con partidos ideológicamente afines, sino que están mucho más diversificadas, aunque son altamente formales y pragmáticas, es decir, carente de obligaciones “internacionalistas”. A mayores, China cuenta con el apoyo de algunas voces en el mundo académico o en el político (donde predominan los ex notables de diferentes sectores) pero los lobbies bien organizados y con capacidad movilizadora son escasos. El cultivo de las individualidades parece pesar más, pero su eco, sin dejar de ser influyente, es limitado. China carece, por así decirlo, de otra infraestructura operativa que no sea la propia de sus nacionales. Y de su nacionalismo.
En tercer lugar, la falta de mesianismo ideológico en su discurso. China no juega a ser la URSS o EEUU. La apertura al exterior ha puesto el acento en el fomento de las relaciones económicas, pero cuidándose mucho, incluso en África, de recomendar a otros su modelo. El maoísmo generaba más lealtades inquebrantables que el denguismo, donde los factores ideológicos han cedido ante la fuerza del interés y el pragmatismo, más volátil. Y si antes ser amigo de China significaba ser aliado a fondo perdido del régimen, esa automaticidad carece hoy de validez.
En cuarto lugar, la debilidad de su poder blando, acentuada por el desconocimiento existente en el exterior de una cultura que se considera exótica, distante e incluso, paradojas de la historia, con evidencias de barbarismo incompatibles con la lógica contemporánea. A Beijing le cuesta comunicar y hacerse entender y no encuentra, por el momento, mejor antídoto que la exaltación de su hospitalidad como alternativa, una invitación poco efectiva en una sociedad internacional como la contemporánea que exige mecanismos masivos de fidelización.
En resumen, la China de hoy es la menos aislada de las Chinas de todos los tiempos, pero su soledad en el concierto internacional permanece, reforzada no solo por la fuerza de su abrumadora individualidad sino por la singularidad de un proceso que no admite analogías sustanciales, y que solo puede verse compensada con aliados de oportunidad.
Esta China, cada vez más poderosa, es, no obstante, muy vulnerable, ya no solo por la obvia interdependencia de su economía con respecto al exterior, sino por la nueva muralla que circunda la incógnita de su modelo sociopolítico. Su doble diplomacia, partidaria y estatal, deberá emplearse a fondo para afrontar tan importante desafío.