Uigures Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

In Análisis, Análisis, Autonomías, Derechos humanos by Xulio Ríos

Las denuncias públicas sobre la dura represión de los uigures en Xinjiang han arreciado en las últimas semanas, llegando hasta el comité antidiscriminación de la ONU. Fuentes oficiosas en Beijing se han limitado a reconocer que “por la paz y la estabilidad en la región hay que estar dispuesto a pagar un alto precio”…

El amplio secretismo hace difícil determinar la veracidad de la existencia de hasta un millón o más de uigures detenidos de forma ilegal en campos de internamiento o reeducación. No obstante, la impresión general es que la situación en Xinjiang no ha hecho más que deteriorarse desde los graves sucesos del verano de 2009, los más violentos de la historia reciente de China, con más de 150 muertos.

La situación general en Xinjiang es estable y las acusaciones de los medios extranjeros solo tienen el propósito de tergiversar y desprestigiar la lucha de China contra el terrorismo y el crimen, aseguran en Beijing. Para China, el índice de felicidad de los residentes sigue aumentando, recibiendo cada vez más turistas (107 millones en 2017). Beijing todo lo resume en rápidos progresos económicos y sociales, al amparo de un alto crecimiento que reduce la población pobre, mejora la educación y la salud y permite una eficaz protección de los derechos de las minorías.

Un viejo problema

Desde 1949, el gobierno chino prestó particular atención a lograr la integración territorial, política, económica y cultural de Xinjiang y los grupos étnicos no Han con el resto del país. Integrar a Xinjiang con China es parte de un esfuerzo que tiene su origen en el instante mismo de la propia proclamación de la República Popular China. Se trata no solo de consolidar el control territorial y asegurar la soberanía sobre la región sino también de absorber y asimilar a los doce grupos étnicos no Han que residen en la zona, muy especialmente la población entonces mayoritaria (hoy ya no), los uigures.

Si esa fue siempre una preocupación, creció en importancia tras la disolución de la URSS debido a la convergencia de dinámicas externas como el renacimiento islámico en Asia Central y Afganistán y las dinámicas internas derivadas de la ola de liberalización impulsada por la política de reforma y apertura que permitió una mayor tolerancia con las prácticas religiosas y culturales de las nacionalidades minoritarias. En ese marco, ya a finales de los ochenta se produjeron movimientos en demanda de mayor autonomía política. La respuesta del PCCh se centró en integrar simultáneamente a Xinjiang con Asia Central y China en términos económicos y establecer la seguridad y la cooperación con dichos vecinos.

La filosofía central, invariable desde entonces, que inspira la respuesta china radica en la idea de que el desarrollo económico y la modernización facilitarán finalmente la lealtad de estas minorías. El desarrollo económico pasó a ser la palabra de orden y con el inicio del nuevo siglo, Jiang Zemin (1989-2002) lanzó la campaña de estímulos de la región del Oeste. Se concibió entonces como una gran base industrial y agrícola y un corredor de energía y comercio para la economía nacional, lo cual permitió el fortalecimiento de la presencia del Estado en la región ya que el logro de aquellos objetivos dependía de la capacidad de arbitrar una mayor interacción y cooperación de China con los países vecinos. Beijing comenzó a hablar del “puente terrestre euroasiático continental” que serviría no solo para vincular las principales economías de Europa y Asia oriental y meridional sino que aseguraría la integración activa de Xinjiang con el resto de China. Esta dinámica se mantuvo durante el mandato de Hu Jintao y se reforzó con Xi Jinping, formando parte indisoluble de la Iniciativa de la Franja y la Ruta.

La estrategia del gobierno central para reducir el descontento de los uigures basada en la modernización del tejido productivo de la región y la gestión social de sus consecuencias se materializó en una variedad de megaproyectos tales como la explotación del petróleo y los recursos naturales, o el desarrollo de gasoductos e infraestructuras varias que unen Xinjiang con Asia Central y meridional. Esto trajo consigo desarrollo económico pero también exacerbó las tensiones y complicaron las relaciones de los uigures con el Estado.

Si con una mano se promueve el desarrollo y el bienestar concebidos a la manera de Beijing, con la otra se multiplicaron las campañas contra aquellos que se consideraban escépticos o renuentes. El clima posterior al 11S generalizó las sentencias, antes puntuales, a supuestos separatistas, expandiéndose estas conductas sobre la base de la tipificación como terroristas y el consiguiente aumento de las medidas punitivas. Los brotes de violencia desatados en 2013 y 2014, alimentaron la idea de luchar “sin piedad” contra los conatos de rebelión. La ley contra el extremismo en la región (2016) dotó de mayor cobertura las políticas represivas.

Pese a todo, los disturbios étnicos en Xinjiang han sido periódicos desde el 11S. El gobierno central buscó su asociación con el fenómeno terrorista con el claro objetivo de ganar simpatía y aquiescencia internacional. Los gobiernos que antes alzaban la voz en demanda de respeto a los derechos humanos, pasaron a guardar silencio. El ETIM (Movimiento Islámico del Turquestán Oriental) fue señalado como organización terrorista en 2002, reforzado con la identificación de hasta 22 uigures en Afganistán que acabarían en Guantánamo. Un escenario que se reitera con la presencia de uigures en Siria, luchando con varios grupos islamistas en este país, incluido el ISIS, y también en Irak. La asociación con el terrorismo también se vio facilitada por el tipo de acción violenta desarrollada por los propios opositores uigures.

La mano dura de Chen Quanguo

Xi Jinping pidió construir una gran “muralla de cobre y acero” para salvaguardar la estabilidad de la región, fortaleciendo y ampliando la presencia de las fuerzas de seguridad. Al frente del PCCh en Xinjiang, Chen Quanguo ha aplicado una política de línea dura, persistiendo en los arrestos y encarcelamientos y recurriendo cada vez más a herramientas de alta tecnología para mantener a  raya a la población.

Chen es un hombre de Xi que se unió al Buró Político en el XIX Congreso, celebrado el pasado año. Fue de los primeros en hablar de Xi como “núcleo” del liderazgo del PCCh. Llegó a Urumqi cuando Xinjiang se había convertido en una preocupación mayor que Tíbet. En una peculiar acupuntura policial, casi 8.000 nuevas comisarías poblaron las ciudades de la región. Conformó así una red enormemente densa que segrega las comunidades urbanas en zonas geométricas para que el personal de seguridad pueda observar sistemáticamente todas las actividades con ayuda de las nuevas tecnologías. Entre agosto de 2016 y 2017, Chen multiplicó por 12 el número de efectivos disponibles en los cuadros de personal.

Desde su llegada a Urumqi no se han producido grandes incidentes (el último conocido se remonta a 2015 cuando una mina de carbón fue asaltada con el balance de 50 muertos). Solo ataques con cuchillo de pequeña escala, aunque las informaciones son muy limitadas.

Una brecha que no hace sino crecer

La brecha entre los uigures de un lado y los Han y el gobierno por otro es cada vez mayor, con tensiones que hierven a fuego lento y que en cualquier momento pueden estallar. A pesar de la ausencia de grandes incidentes, el odio y el resentimiento se están cociendo bajo la superficie y la falta de confianza y de cohesión interétnica pasará factura tarde o temprano.

El gobierno no reconoce que la privación de derechos y la represión generan más descontento, primando la estabilidad sobre cualquier otra consideración. No se trata de actuar solo contra una pequeña minoría considerada extremista sino que el control  afecta a colectivos enormemente amplios y abarca a la represión religiosa pero también cultural y étnica con el propósito de asentar definitivamente el mandato de los Han en la región.

Por último, cabe advertir la alienación de la propia población Han local quienes consideran que las medidas conducen a todos –no solo a los uigures- a la desesperación y no descartan trasladar su residencia o emigrar a otro país.

La apuesta por una securitización tan acusada acabará por agravar las tensiones étnicas. Las posiciones están muy alejadas. La condena a cadena perpetua del profesor Ilham Tohti evidencia el poco espacio político existente para hallar soluciones pacíficas y no rupturistas al conflicto. El PCCh utiliza la narrativa del terrorismo para tratar de deslegitimar absolutamente toda la propuesta de la comunidad uigur y justificar la brutal represión que hoy impera en Xinjiang. La falta de debate interno en China en torno a la idoneidad de estas políticas evitando su cuestionamiento facilita su generalización sin matices.

La aplicación de una línea dura contra los uigures (y también su posición en el conflicto sirio) han llevado a China a situarse en el punto de mira de los islamistas radicales de Oriente Medio. Los uigures están cada vez más presentes en el discurso del islamismo radical global y por lo tanto podría estar suministrando oxígeno al islamismo que más teme. Se estima que hasta 5.000 uigures podrían estar combatiendo en varios grupos armados en Siria.