Durante su Guerra Fría con los soviéticos, Estados Unidos tuvo el viento a sus espaldas con la configuración de factores jugando a su favor. En su emergente Guerra Fría con China, por el contrario, el viento sopla en su contra. El elemento central de ésta es su mayor deficiencia: La capacidad para proveer resultados. Su base de apoyo es frágil, pues a pesar de que ésta se vio relanzada por la guerra en Ucrania, su credibilidad ante sus aliados se encuentra en entredicho. Su consistencia estratégica es débil, en la medida en que su sociedad se encuentra horizontalmente facturada y sus dos partidos habitan en planetas distintos. La correlación económica no le resulta favorable, pues en pocos años China ascenderá al pináculo. Su objetivo final -la contención de China- es inalcanzable, pues no es factible contener a un rival en su propio vecindario y cuando éste se encuentra en control del teatro de operaciones.
Frente a un escenario tan poco auspicioso, Washington debería plantearse la búsqueda de alternativas a la Guerra Fría. Una cohabitación constructiva con China resultaría una opción razonable por tres motivos. Primero, ello permitiría articular un sistema de responsabilidades compartidas que elevaría su reputación y beneficiaría al mundo entero. En efecto, ningunos de los grandes problemas que enfrenta el planeta, desde el cambio climático hasta la crisis económica pasando por las grandes pandemias, puede resolverse sin la acción concertada de ambas superpotencias. Ello conllevaría a un G2 apto para brindar estabilidad y predictibilidad al orden internacional. Segundo, el conflicto entre Washington y Pekín se plantea como un acto de escogencia y no de necesidad. Aunque la concertación de sus respectivas posiciones es en extremo difícil, el riesgo de una rivalidad existencial entre dos superpotencias nucleares plantea riesgos que sobrepasan a cualquier escogencia racional. Tercero, a diferencia del divorcio de esferas económicas que existió entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el primero aún mantiene una importante interdependencia económica con China. La de ambos es una relación altamente compleja cuyo mayor reto sería el manejo mismo de esa complejidad. En síntesis, si ambos países pueden convertirse en socios indispensables para dar respuesta a los grandes problemas del mundo, si el conflicto entre ambas es producto de la escogencia y no de la necesidad y si el manejo de la complejidad misma de su relación sería el mayor reto planteado, aún pareciera quedar mucha tela por cortar.
Un acuerdo de cohabitación entre ambos debería conducir a que Estados Unidos permaneciese como potencia mayor en Asia, dentro de una estructura de poder compartida con China, mientas Washington aceptase un rol global mayor para Pekín. Ello entrañaría una nueva distribución de autoridad, cónsona con la nueva correlación fáctica de poder. Cómo bien señalaba Paul Kennedy en su Auge y Caída de las Grandes Potencias, Estados Unidos confronta un declive de liderazgo relativo que sólo se profundizaría si se negara a ajustarse al cambio de realidades en el orden internacional. Tal cohabitación, sin embargo, no sólo requeriría de una estructura de poder compartido, sino a la vez de importantes niveles de flexibilidad y empatía recíprocas.
Pero lo cierto es que para bailar el tango se necesitan dos. Aún en el difícil supuesto de que Estados Unidos aceptase un traumático ajuste a las nuevas realidades, haría falta que también China estuviese dispuesta a limitar sus ambiciones y expectativas. Varias razones conspirarían, no obstante, en contra de esta última posibilidad. Primero, porque China se percibe a si misma en la cresta de la ola. Es decir, precisamente en el momento de un gran empuje de poder. Desde 2017, Xi Jinping ha venido insistiendo que el mundo atraviesa “por grandes cambios no vistos en un siglo”. Para él, tales cambios no sólo son producto del vertiginoso ascenso de China, sino también de la aparente auto-destrucción de Estados Unidos inducida por el populismo. Tras la invasión al Congreso estadounidense el 6 de enero de 2021, Xi declaró que “el tiempo y el momento del gran impulso se encuentran de nuestro lado”. De hecho, Pekín visualiza los próximos diez a quince años como la gran ventana de oportunidad para inclinar a su favor la correlación de poder. Segundo, porque los grandes cambios en cuestión no sólo entrañan la correlación de poder en el escenario asiático, sino en el global. Los chinos no se conforman ya con moldear en sus términos al orden regional, sino que aspiran a hacerlo con el mundial. En efecto, de la misma manera en que el siglo XX perteneció a Estados Unidos, el XXI deberá pertenecerles a ellos. Así planteado, no existirían las bases mínimas para un acuerdo posible entre Washington y Pekín. Tercero, porque un componente instrumental básico de la expansión de poder chino viene dado por la posibilidad de persuadir a una parte importante de la comunidad internacional, de la inevitabilidad de su salto a la preeminencia global. Ello permitiría a China reformular a su favor el orden internacional sin necesidad de disparar un tiro. Cualquier acuerdo con Estados Unidos nulificaría por completo tal propósito instrumental.
Así las cosas, todo parece indicar que este es un tango imposible.