En los últimos siglos, desde el emperador Qianlong en adelante, entrada la segunda mitad del siglo XVIII, las relaciones entre China y Occidente no han sido nada fáciles. Con las cañoneras en una mano y el comercio ilegal del opio en la otra, los daños infligidos a China por algunas potencias occidentales no fueron cosa menor. A su descuartizamiento se sumó Japón y en el siglo que va desde las Guerras del Opio hasta el triunfo de la Revolución maoísta, el desmoronamiento del imperio, la desmembración de su territorio a manos extranjeras y la interminable secuencia de guerras civiles dejaron un país exhausto. Siendo así, no es extraño que las autoridades chinas lo tengan bien presente.
En el proceso histórico iniciado a partir de 1949, en el afán de superación de las inmensas taras legadas por tan complejo pasado ha estado siempre presente la idea no solo de modernizar el país y librarse del subdesarrollo sino también de recuperar la posición central ostentada durante siglos, es decir, igualar y hasta superar a Occidente en virtud de sus propias dimensiones. En buena medida, el dramático Gran Salto Adelante respondía parcialmente a ese doble propósito, en la seguridad de que se podían dar zancadas más largas, incluso mayores que las del otro Occidente “amigo” representado entonces por la URSS.
En el proyecto político del PCCh siempre ha destacado una peculiar impronta nacionalista; incluso antes del triunfo de la Revolución, cuando Mao impuso finalmente su criterio en el curso de la Larga Marcha poniendo coto a la influencia del dogma soviético en buena medida predominante hasta la marginación de los “28 bolcheviques” liderados por Wang Ming. El maoísmo exploró caminos propios; el denguismo siguió la misma senda tratando de enmendar los errores y convirtiendo en rodeo el atajo que Mao intentó infructuosamente. Por fin, el xiísmo teoriza y fija etapas para completar tan largo proceso, lo que llama sueño chino, expresión última de la revitalización del país.
En tiempos recientes, pese a incidentes graves como el bombardeo de la embajada china en Belgrado en mayo de 1999 -que fue cualquier cosa menos casual como se dijo entonces-, Jiang Zemin (1989-2002) contemporizó cuanto pudo con EEUU y los países de Occidente con una premisa principal: lograr el ingreso en la Organización Mundial del Comercio, culminado en 2001 tras largas negociaciones. Este paso, de enormes consecuencias a escala global, abrió una importante incógnita en su proceso interno: ¿significaría el temido abrazo definitivo al capitalismo dominante dejando de persistir en la búsqueda de una evolución a su medida?
Durante el mandato de Hu Jintao (2002-2012), el PCCh dejó claro que no tenía la voluntad de evolucionar hacia una convergencia con el modelo occidental, ya fuera en lo político (rechazo de los “valores universales”) o en lo económico (el suyo sería un mercado gobernado con irrenunciable presencia de un fuerte sector público); tampoco su disposición a embarcarse en las redes de dependencia lideradas por EEUU y bajo su auspicio, ni siquiera bajo la fórmula de un G2. Esa reafirmación y la realidad de China convertida en segunda potencia económica mundial en 2010 cambiaron el tono en Occidente. Tras lustros de cooperación en numerosos campos, Washington abrió camino a la contención, transformándose en abierta confrontación bajo el mandato de Donald Trump.
¿Nacionalismo exacerbado?
La esencia de las acusaciones dirigidas a China apunta a descalificar un nacionalismo calificado de exacerbado que resultaría agravado internamente por una recidiva de signo socializante que el PCCh califica de simple “fidelidad a la misión fundacional”; y externamente, por el despliegue de una “política agresiva” cuya evidencia más plausible serían la actitud en las disputas territoriales en el Mar de China meridional o el expansionismo a cuenta del proyecto de la revitalización de las rutas de la seda. Habría, por tanto, un empoderamiento beligerante, con un primer escenario en la recuperación del control absoluto de territorios como Hong Kong, Macao y Taiwán, últimas expresiones de su decadencia histórica, y su traslación global a través del socavamiento del orden internacional de posguerra. ¿Es tanto así o es que esa emergencia que empequeñece a Occidente incomoda e irrita?
Es evidente que la guerra comercial desatada por la Casa Blanca no es sino una manifestación más de la Estrategia Nacional de Seguridad adoptada a finales de 2017 que señala a China como principal enemigo a batir por su capacidad para cuestionar la supremacía global estadounidense. Fue un primer y serio aviso de las consecuencias que le podrían aguardar de persistir en su empeño. Obviamente, no se trata del déficit comercial (que EEUU tiene con gran parte de las economías de todo el mundo) sino de presionar para quebrar las vigas estructurales que aportan solidez –y soberanía- al marco económico chino y que lo hacen distinto y no homologable con el modelo liberal imperante.
Atención aparte merece la pugna tecnológica simbolizada en los ataques a Huawei en nombre de la seguridad nacional. No se trata aquí tampoco de asegurar la propiedad intelectual o evitar la piratería sino de hacer descarrilar el avance tecnológico chino en áreas clave para el futuro. Se especuló con que las limitaciones derivadas del modelo político chino serían una traba insuperable para garantizar una innovación eficiente. Pero no resultó así. Desarrollando enormes inversiones y políticas ambiciosas durante muchos años, China está logrando eclipsar a las economías más avanzadas de Occidente, recuperando la también posición tradicional en este campo, ampliamente inventariada por Joseph Needham.
El fondo del problema nos remite al derecho o no de China –o de cualquier otro país- a trazar sus ejes sistémicos con plena capacidad de decisión, rechazando o aceptando total o parcialmente las experiencias ajenas. El acercamiento a la experiencia soviética no resultó exitoso y el PCCh cambió el rumbo antes incluso de la perestroika. El acercamiento a la experiencia liberal siempre se llevó a cabo insistiendo en su adecuación a la realidad china y a sus intereses nacionales, apostando por un modelo de desarrollo híbrido cuyo control descansaba no en el condicionalismo de las instancias internacionales como el FMI o el BM (a quien se escuchaba pero no obedecía a ciegas) sino en el propio PCCh. Se aceptó el mercado y se desarrolló la propiedad privada pero al igual que en el pasado hicieron los mandarines como expresión de un alargado poder burocrático, hoy representado por el PCCh, se arbitran los medios necesarios para impedir la conformación de las nuevas clases empresariales como un poder desafiante y hostil, al tiempo que una lucha activa contra la corrupción contribuye a evitar su gangrena a merced de intereses privados.
Muchas de las invectivas actuales contra China se esfumarían por arte de magia si el PCCh accediera a la homologación reclamada por un Occidente que, tras el fin de la guerra fría, alardea de un sistema político y económico modélico y el único satisfactorio a pesar de sus retrocesos y contradicciones. Para todas ellas habría sordina en las dosis precisas, como la sigue habiendo para tantos aliados “incómodos” cuyos sistemas sociales y políticos adolecen de severas taras que se encaran con paciencia y ninguna presión.
La resistencia china, es decir, el empeño en establecer un modelo en todos los órdenes adaptado a sus singularidades nacionales y en base a las premisas que soberanamente decidan, incluyendo entre ellas la búsqueda de un determinado tipo de socialismo, sirve de argumento para ensayar la resurrección de una nueva guerra fría. La Administración Trump, a la que internamente le funcionó a las mil maravillas la polarización social como estrategia electoral, ambiciona trasladarla al ámbito global señalando a China como el gran enemigo, el socio desagradecido que puede poner en peligro el modo de vida americano, el America First. Y cualquier excusa vale para ello: desde la tradicional relacionada con la violación de los derechos humanos a la novedosa “trampa de deuda” supuestamente tejida con aquellos países que osan identificar a China como un socio cooperativo para impulsar un crecimiento que la ayuda occidental, a la postre y década tras década, parecía confirmar el subdesarrollo como una forma de dominio.
¿Es China antioccidental?
En el transcurso del siglo XX, tanto el proyecto liberal como el de inspiración soviética incorporaron un claro compromiso ecuménico. El modelo chino actual ni es universal ni aspira a serlo. China quiere preservar su modelo porque le provee de la soberanía necesaria, pero el hecho de que plasme una alternativa diferenciada no significa necesariamente que ambicione expandirla por todo el mundo. Al contrario, reiteradamente, no deja de insistir en que cada país debe encontrar su propio camino de desarrollo. Indudablemente, otros países pueden encontrar en China algunas experiencias que le pueden servir de inspiración. No obstante, a diferencia de un Occidente que no duda incluso en recurrir a la guerra para imponer su modelo, China descarta cualquier pretensión en similar sentido. A tal efecto, debiéramos tener también presente que el chino es un proceso inacabado y su balance final no está escrito. Se trata de un modelo en construcción.
Otra cosa es que China requiera expandir y estructurar su presencia en todo el mundo porque su economía se ha vuelto interdependiente, circunstancia que representa una ruptura histórica de gran alcance y que le obliga a prestar cada vez más atención a lo exterior. Esto explica su apuesta por la globalización, de la que ha conseguido beneficiarse ampliamente, y también su proyecto de revitalización de las rutas de la seda, una forma de sortear la dependencia de los mercados euroestadounidenses. Sus inversiones en infraestructuras y en conectividad responden a esa necesidad significando como esencia de su proyección la economía y no la defensa. El tan reiteradamente calificado como malévolo “collar de perlas” que China construye como una red logística de puertos en zonas estratégicas clave se contrapone a las casi 800 bases militares que EEUU tiene en todo el mundo.
Si sus pretensiones a una justa y mayor representación en la gobernanza global se ven boicoteadas abiertamente, es natural que impulse mecanismos propios y se afane por consolidarlos. Probablemente, si la conducta occidental fuera otra que el rechazo, la negociación podría abrirle el hueco que se ha ganado a pulso. Pero hasta ahora, lo que ha demostrado Occidente es que no se aviene a ceder poder y menos cuando ello lleva aparejado el ejercicio de una responsabilidad con una visión diferente, a priori ni mejor ni peor, pero distinta. La pregonada democracia no alcanza a esos extremos. Así las cosas, no es un desafío que China cree el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras o el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS. Además de tener pleno derecho, es que se le ha empujado a ello.
Pero China debe inspirar confianza. Y hay zonas ambiguas y oscuras. Sin duda, en su modelo político, los déficits en materia de libertades se han cronificado y no lo hacen atractivo ni siquiera para unas izquierdas que en Occidente no acaban de salir de su asombro y perplejidad. En la cultura política occidental, del signo que fuere, hoy día no hay mucha cabida para un modelo de orientación socialista que desprecie este factor o que institucionalice la vigilancia masiva de la población sin la más mínima cortapisa. Y en este contexto de agravamiento de las tensiones geopolíticas, las esperanzas de profundización democrática parecen remar en dirección contraria.
Los pequeños estados ribereños con quien China tiene disputas de soberanía en los mares contiguos dan la espalda a la estrategia de simple ocupación por la vía de los hechos consumados y basada en el despliegue de unas fuerzas claramente asimétricas. China necesita asegurar sus rutas comerciales marítimas, las mismas por las que llegó la política de agresión siglos atrás. Pero su código de conducta, blandido como solución, no avanza y ello sirve de argumento a muchas capitales para demandar la presencia de la US Navy, a pesar de encontrarse a miles de kilómetros de las costas estadounidenses. Si a resultas de su experiencia y trayectoria histórica, China no estaría vocacionalmente comprometida con el ejercicio de una hegemonía de estilo occidental, su actual realidad interdependiente determina un nuevo contexto en el cual resulta de especial importancia inspirar garantía a terceros.
La creciente presencia china en África o América Latina es descalificada y vista con desconfianza, expresión de una estrategia amenazante; sin embargo, el problema real es que su creciente influencia sí amenaza el señoreo de las viejas potencias coloniales y sus grandes empresas, que siguen saqueando a placer. Sin duda, China puede cometer errores en el trazado de sus proyectos internacionales, como los ha cometido internamente, pero aprende rápido. Que EEUU salga en defensa de los países en desarrollo para denunciar las “trampas de deuda” de China es sintomático de su desencajamiento y a la vista de los daños causados por la trampa neoliberal, esa sí bien conocida, un ejercicio de cinismo sin parangón.
El proyecto político del PCCh apunta a emancipar a China de sus más recientes hipotecas históricas. La actual espiral de confrontación deja entrever que a algunos países occidentales, encabezados por EEUU, les preocupa que China tenga éxito, en primer lugar, porque dadas sus dimensiones e impactos, podría suponer la transformación de la hegemonía global que ha caracterizado el mundo en los dos últimos siglos; en segundo lugar, porque supone una recidiva en un discurso alternativo justamente cuando tan feliz se creía tras la caída del muro de Berlín, como si el liberalismo hubiera dado respuesta a todos los problemas de la humanidad. ¿Tiene China que organizarse como dice EEUU en torno a la democracia liberal y la libre empresa o puede establecer un modelo diferente y exigir que se respete su opción? Es a la sociedad china a quien corresponde decidir su futuro, resolviendo las contradicciones que pudieran existir.
China tiene por delante una importante agenda interna. A pesar de lo exitoso de los números absolutos, recuérdese que su desarrollo humano, por ejemplo, está lejos de representar un valor presumible. Por fortuna, se están dando pasos en esa dirección. Valga de muestra en tal sentido el compromiso con la erradicación de la pobreza absoluta en el país o la construcción de una sociedad modestamente acomodada, objetivos persistentes incluso en el duro contexto de la gestión de los efectos de la epidemia del nuevo coronavirus.
Las fuentes de inestabilidad, desde las profundas desigualdades a los desequilibrios territoriales, desde las carencias democráticas a las complejidades asociadas a la reunificación, ponen de manifiesto retos de grueso calibre. Ignoramos si el actual enfoque del liderazgo chino, que apuesta por la centralización o el resurgir de prácticas de liderazgo que creíamos descartadas para siempre, supondrá el mejor camino para resolver dichos déficits. En cualquier caso, su superación no será cosa de hoy para mañana. Mientras tanto, la presión externa irá en aumento y esto dificultará cualquier evolución liberalizadora interna; es más, servirá de justificación para endurecer el blindaje con el argumento de la estabilidad y la seguridad nacional.
¿Gobernar con China o contra China?
Llegó el momento de trasladar el peso de lo económico a la gobernanza global. Pero a China no le será fácil. Se aprecia con claridad en la situación de la OMC, por cuyo ingreso tanto se esforzó en el pasado. El anuncio de dimisión del director general Roberto Azevedo da cuenta de su colapso. Trump amenaza con abandonar la OMS porque “se ha rendido a la influencia china”. Y abandonó la UNESCO, se desvinculó del acuerdo con Irán o del Acuerdo de París. También del Tratado de Cielos Abiertos. Pero es China quien no respeta las reglas y quien desestabiliza el orden internacional… Era, no obstante, perfectamente válido cuando beneficiaba y estaba a su servicio, cuando pensábamos que actuaría como atadura cuando no como carcoma en el sistema chino. No funcionó. Si China revienta las costuras del viejo orden es por el escaso esfuerzo en hacerle un hueco.
El intento de llevar a China a una guerra fría bis es del máximo interés para EEUU, que confía en repetir la jugada con éxito. Pero es evidente que China no es la URSS, y menos la URSS del tiempo del estancamiento que intentó desencallar la perestroika. No es una superpotencia militar pero si económica, con un nivel tecnológico creciente y, como señalé anteriormente, carente de vocación mesiánica. Por el contrario, la economía de EEUU está en declive, su tejido industrial a la baja, el poder tecnológico seguido de cerca y un imperio a la larga insostenible como ya se sugirió en la factura a pagar por los países de la OTAN o el compromiso de financiación de las bases en determinados países. Las invocaciones al desacoplamiento tienen dudoso recorrido a la vista de la competitividad de costes entre las economías desarrolladas de Occidente y China y habrá resistencia en sus propias empresas a las que debería subvencionar ampliamente. Es la trampa del beneficio que hace insostenible la ecuación.
Por otra parte, no parece que la evolución internacional apunte al resurgir de una nueva bipolaridad. Por el contrario, ni siquiera la multipolaridad se antoja realista. La fragmentación y la reorganización regional y mundial que acompañará el proceso de revisión de la globalización tras la pandemia de la Covid-19 pueden cuajar en un formato multicéntrico e inestable, con un sistema multilateral en peligro. Por lo demás, si bien China no está en condiciones ni parece interesada en suplantar el modelo de hegemonía de EEUU, tampoco parece estar preparada para encarar el nuevo tipo de liderazgo que exige el complicado momento que atraviesa la sociedad internacional. El mundo no precisa una versión asiática del hegemonismo estadounidense, claramente fracasado ante la irrupción de grandes desafíos vitales como el cambio climático.
EEUU aun dispone de mucho poder e influencia. Sus capacidades en la lucha ideológica contrastan con lo rudimentario del arsenal chino. No obstante, el sustento material decrece a un ritmo que en el próximo lustro podría acelerarse si China es capaz de lidiar con la red de amenazas y presiones que le circundarán cada vez más con mayor intensidad. La des-sino-mundialización o las trabas al desarrollo tecnológico de las empresas chinas difícilmente colapsarán su modelo. El sorpasso se antoja inevitable, tal como pronostican los más importantes organismos internacionales. La situación originada por la pandemia podría acelerarlo.
Occidente, al igual que China, tiene pleno derecho a defender su modelo y a ambos incumbiría la responsabilidad de cooperar y competir de forma pacífica, interactuando eclécticamente en cuanto soberanamente cada país decidiera. Ni por el pasado ni por el presente estamos en condiciones de impartir doctrina ni dar lecciones. Y la insistencia en este extremo no dejaría otro camino a China que prepararse para lo peor.
La China del emperador Qianlong murió de éxito. No es descartable que al Occidente liberal, exultante tras la caída del muro de Berlín, le ocurra lo mismo. Dice Sun Tzi en el Arte de la Guerra que “un ejército victorioso gana primero y entabla la batalla después; un ejército derrotado lucha primero e intenta obtener la victoria después”. A buenos entendedores, sobran palabras.