China disputa a Estados Unidos la primacía internacional. Sin embargo, aun cuando el segundo se viese superado en muchas áreas, aún dispondría de una ventaja comparativa fundamental: la cultura anglosajona, cuya expresión más palpable es el idioma inglés. Ello deriva del hecho de que, al predominio hegemónico de Estados Unidos, deben añadirse los cien años previos de hegemonía británica. La continuidad en el tiempo de la preponderancia de la cultura anglosajona ejerce un impacto profundo. Nada similar se había visto en el mundo desde el predominio de la civilización Greco-Romana. Sin embargo, aún entonces los trazos culturales que compartieron griegos y romanos nunca alcanzaron la similitud de los anglosajones. Tampoco disfrutaron de la ventaja de poseer un idioma en común.
La hegemonía requiere del reconocimiento por parte de un conjunto amplio de la comunidad internacional, de valores y contenidos asociados a una potencia líder. La hegemonía, nunca hay que olvidarlo, alcanza su legitimidad a través de percepciones ideológicas y culturales. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pudo construir una estructura institucional internacional asociada a su liderazgo y, por extensión, a sus valores y a su cultura. Una estructura reconocida como legítima por gran parte del planeta durante la Guerra Fría y por la totalidad del este a partir del colapso soviético. Sin embargo, la llamada “Pax Americana” fue antecedida por la “Pax Britanica”, cuando fue el Reino Unido quien dictó las pautas organizativas del orden internacional y trasladó a este la primacía de sus valores y de su cultura. Durante dos siglos han sido los contenidos anglo-céntricos lo que han brindado uniformidad al mundo.
Gracias a esta continuidad, el Reino Unido ha podido retener un nivel de influencia residual que sobrepasa con creces a su nivel jerárquico efectivo. A pesar de llevar décadas en declive y de que su única fortaleza remanente son las finanzas, su presencia e influencia se hacen sentir. Medios como BBC, Financial Times o The Economist siguen dictando pauta informativa a nivel global, al tiempo que sus principales universidades conforman, junto a un puñado de universidades estadounidenses, la lista de las más prestigiosas del mundo. Sus manifestaciones cinematográficas y literarias se hacen sentir con fuerza, así como los premios que las reconocen. Esto es algo a lo que la propia Alemania, a pesar de su condición de líder de la Unión Europea, difícilmente podría aspirar. A pesar de su fortaleza, este último sigue siendo un país encapsulado dentro de sus barreras idiomáticas.
No en balde, cuando un medio de prensa o una institución académica desean trascender los límites nacionales o regionales, lo primero que hacen es recurrir al idioma inglés. Tal es el caso de cadenas televisivas como Al Jazzera de Qatar, CCTV de China o RT de Rusia, así como de las dos mil novecientas carreras universitarias que se dictan en inglés en la Europa Continental (Pamela Druckerman, “Parlez-Vous Anglais? Yes, of Course”, The New York Times Sunday Review, August 10, 2019). El inglés es la lengua internacional de los aeropuertos del mundo, el lenguaje global de los negocios y el idioma a través del cual se comunican los habitantes de las más diversas latitudes.
El idioma es la expresión más palpable, pero desde luego no la única, de una matriz cultural. Thomas L. Friedman, gran apologista de la globalización, se refería hace algunos años a un mundo plano de rasgos anglo-céntricos (The World is Flat, London, 2006). En él convergen hoy día desde McDonald’s hasta Meta-Facebook, desde Marvel Comics hasta Amazon, desde Harry Potter hasta Apple, desde Twitter hasta Google, desde CNN hasta LinkedIn, desde Hollywood hasta Netflix, desde Microsoft hasta Airbnb, desde Disney hasta HBO. Estos nombres, entre tantos otros asociados al mundo anglosajón, representan expresiones de universalidad que trascienden fronteras y uniforman al planeta.
Por más que China logre doblegar la primacía estadounidense en otros campos, será difícil que le dispute este espacio. Sus contenidos culturales e idiomáticos resultan demasiado ininteligibles para la inmensa mayoría como para alcanzar universalidad y, mucho menos aún, preponderancia. A pesar de que 955 millones de personas hablan el chino mandarín estándar (conocido como la lengua nacional), este es un idioma circunscrito a China y a su diáspora. Incluso en ellas, el mandarín comparte la identidad china con varios otros idiomas, de entre los cuales sobresale el cantonés. Escribir en mandarín, o expresarse en base a claves culturales chinas, es hacerlo para un mundo volcado sobre sí. A pesar de su riqueza multi milenaria, se trata de una cultura que sólo logra trascender a cuenta gotas al resto del mundo.
Es aquí donde China encuentra su mayor escollo en sus aspiraciones de convertirse en el próximo centro del planeta. Lograr una hegemonía sinocéntrica es algo inmensamente más complicado que lograr la preponderancia internacional. Lograr que los mantou (bollos al vapor) reemplacen a las hamburguesas o que la “Nueva Ola” del cine chino desplace a Hollywood, es algo que difícilmente podrá alcanzarse por más que China logre transformarse en potencia dominante. Por más de que quinientos institutos Confucio alrededor del mundo traten de hacer frente esta limitación, esto no representa más que un grano de arena en medio de una inmensa playa.