De no llegarse a un acuerdo inmediato en las negociaciones comerciales entre Estados Unidos y China, el próximo 2 de marzo los aranceles estadounidenses pasarán del 10% al 25% para un universo de productos chinos por valor de 200 millardos de dólares. En noviembre pasado, en Buenos Aires, Trump y Xi acordaron diferir por tres meses la plena aplicación de aranceles. Salvo que otra prórroga sea acordada, la puesta en práctica de estas tarifas se materializará en pocos días.
Sin embargo, luce muy poco probable que antes de esa fecha, o en cualquier otra, se logre un acuerdo. Las concesiones que Washington exige resultan desmesuradas. Entre éstas hay algunas perfectamente razonables, tal como sería el disminuir su perenne e inmenso déficit comercial frente a China. En 2018 este alcanzó la exorbitante cantidad de 323.300 millones de dólares. Desde luego, esta última cifra es el resultado de la guerra de tarifas en marcha desde que Trump declaró la guerra comercial a China. Ello mantuvo a los compradores chinos alejados de los productos agrícolas y energéticos estadounidenses. Pero más allá de este déficit record, lo cierto es que desde hace años el superávit comercial chino ha resultado gigantesco. Tratar de disminuir esa brecha y ampliar las compras de los productos estadounidenses por parte de China, es una aspiración plenamente válida. Lo mismo ocurre con las exigencias de Washington de que Pekín ponga coto al robo de propiedad intelectual estadounidense y deje de forzar a sus empresas a develar tecnología como condición de acceso al mercado chino.
Donde las cosas se ponen complicadas, y es allí donde las exigencias estadounidenses dejan de tener validez, es en relación a las reformas estructurales que Washington desea imponerle a la economía china. Ello buscaría forzar importantes restricciones a la capacidad china de seguir invirtiendo masivamente en un amplio rango de sectores industriales que compiten con las industrias de Estados Unidos. Estas incluyen, entre otras, áreas como la manufactura de aviones comerciales, la producción de semiconductores o el desarrollo de la Inteligencia Artificial.
Ni más ni menos, ello equivaldría a querer imponer un modelo de libre mercado a China por vía de negociaciones comerciales. El éxito del modelo chino ha radicado precisamente en su puesta en práctica de políticas industriales susceptibles de aglutinar voluntades y capitales en función de objetivos estratégicos. Buen ejemplo de ello fue su política de concentrar esfuerzos, inversiones y sinergias en diecisiete sectores productivos específicos y en un grupo de empresas estatales claves, conocidas como “campeones nacionales”. Gracias a políticas como esa, China pasó de representar un porcentaje del 2% del PIB global en 1980 para alanzar a un 18% del mismo en la actualidad. Ello, mientras Estados Unidos pasaba del 50% del PIB global, inmediatamente después de la II Guerra, al 16% que detenta hoy (Grahan Allison, Destined for War, New York, 2018). Aspirar a una reforma estructural de la economía china, mediante la cual esta renuncie a los que han sido sus grandes instrumentos de desarrollo, luce por entero descabellado.
Lo anterior recuerda a la imposición del Consenso de Washington, por vía de las reformas estructurales instrumentadas por el Fondo Monetario Internacional, en las décadas de los ochenta y noventa. La gran diferencia estriba en que aquí no se está lidiando con economías colapsadas y urgidas de financiamiento, sino con la primera o la segunda economía del mundo, dependiendo de la óptica con que se la mida. Una economía frente a la cual Estados Unidos irá evidenciando un rezago creciente en el transcurso de los próximos años.
Más aún, por esta vía Estados Unidos busca cercenar la capacidad de desarrollo tecnológico chino en áreas que entran en competencia directa con Silicon Valley. Concretamente, atacando la base de financiamiento de la campaña “Hecho en China 2025”, mediante la cual Pekín busca desencadenar una sinergia productiva de amplio alcance en áreas como la de los semiconductores, la robótica, la Inteligencia Artificial, los automóviles eléctricos y autónomos o los encriptados cuánticos. Ello, precisamente, ante la evidencia del impresionante avance que está teniendo China en el marco de la Cuarta Revolución Industrial. Presumir que Pekín va a claudicar en esta aspiración, cuando la misma ha ido acompañada de extraordinarios logros, resulta ilusorio.
Así las cosas, salvo que Trump decida recoger velas y conformarse con lo que es realista obtener por esta vía, la guerra comercial luce inevitable. Estados Unidos cuenta con la ventaja evidente de que China le vende mucho más, lo que le garantiza un volumen mucho mayor de productos por pechar. Sin embargo, ello genera como contrapartida no sólo una represalia china dirigida a la base de apoyo natural de Trump (cuyo mejor ejemplo es el de los agricultores del Medio Oeste), sino un encarecimiento significativo en el costo de vida de la ya golpeada clase media estadounidense. Ello, sin contar con el amplio arsenal no tarifario al que Pekín podría recurrir. El dejar de comprar títulos de la deuda pública estadounidense, o la venta significativa de títulos en su poder, en momentos en que Estados Unidos requiere de una importante emisión de deuda pública, sería un simple ejemplo.