China y EEUU llegaron a un “entendimiento” para implementar la “fase uno” de un acuerdo llamado a poner fin a la guerra comercial desatada hace más de año y medio. Los nueve capítulos del documento abarcan aspectos que han formado parte sustancial de la controversia: desde la propiedad intelectual a la transferencia de tecnología o la exportación de productos agrícolas.
En lo inmediato, lo más importante es que dicho acuerdo inicia el desescalamiento del incremento de aranceles, eso sí, manteniendo las tasas del 25 por ciento sobre unos 250 mil millones en importaciones de la industria china. China se comprometió a comprar 200 mil millones de dólares adicionales en exportaciones estadounidenses durante dos años, incluidos 16 mil millones adicionales a los 20 mil millones anuales en exportaciones agrícolas estadounidenses. A cambio, EEUU no impondrá más aranceles a China y reducirá ligeramente los aranceles impuestos en septiembre. El inicio de la “fase dos” va a depender de cómo funcione este primer acuerdo parcial. Mientras, simultáneamente, Beijing ya hizo efectiva su protesta contra el anuncio de nuevas reglas sobre restricciones en las exportaciones de alta tecnología a China que endurecerán las ya vigentes.
Esta especie de armisticio no supone ni mucho menos un acuerdo que resuelva los diferendos planteados. Las dos partes son plenamente conscientes de sus limitaciones. La cuestión de fondo principal ni se plantea, es decir, la modificación del modelo económico chino basado en la hegemonía del sector estatal, el activo intervencionismo público en las políticas industriales y un mercado gobernado por el Partido Comunista, un modelo que no solo no se debilita sino que se refuerza cada vez más para, entre otros, estar en mejores condiciones de afrontar precisamente la guerra comercial. Tampoco cabe esperar cambios drásticos, aunque si ajustes, en la apertura del mercado interno chino en ámbitos estratégicamente relevantes. En suma, China persistirá en su modelo estructural y esta –no el déficit comercial- es la cuestión clave que enfrenta a ambas potencias. Y las seguirá enfrentando en tanto ambas partes no tengan conciencia plena de las respectivas líneas rojas y acepten convivir con ellas. De lo contrario, que es lo previsible, el apaciguamiento actual se evaporará y protagonizará en buena medida el tramo central de la campaña electoral estadounidense.
Pero esta tregua viene bien a ambas partes. EEUU tiene por delante un año determinante y el incremento de las compras agrícolas chinas beneficiará las expectativas de Donald Trump en estados donde dispone de un importante caladero de votos. China, por otra parte, necesita un respiro para su desacelerada economía. Pero más allá de la propaganda para la galería, ambas partes son escépticas pues saben que es mucho lo que resta por hacer, especialmente en tanto persistan las dinámicas globales marcadas por la confrontación. EEUU seguirá metiendo el dedo en el ojo en asuntos sensibles, léase Hong Kong, Taiwán o Xinjiang, circunstancia que irrita sobremanera a las autoridades chinas.
En su edición del 4 de diciembre, un editorialista del Global Times sentenciaba que China debía “preparase para una batalla de larga duración con EEUU”. Y ambos lo saben.