¿Encubre una guerra comercial el rigor de que hacen gala en las últimas semanas las autoridades chinas y norteamericanas o incluso hay más? En nombre de la siempre sana protección de los consumidores, unos y otros (también japoneses y europeos, pero en menor medida) se han enzarzado en un rifirrafe de consecuencias imprevisibles.
La mala imagen de los productos fabricados en China parece extenderse por Estados Unidos y buena parte del mundo. Y es verdad que algunos productos made in China pueden presentar una calidad más que mediocre y los controles existentes en el país en materia de seguridad alimentaria pueden ser flojos y no del todo exigentes. Pero también lo es que parte de la responsabilidad recae en los deficientes controles de calidad de las empresas occidentales establecidas en dicho país, al parecer mucho más preocupadas por maximizar sus beneficios a toda costa.
Pese a ello, puede haber muchas más razones para esta tensión. En primer lugar, entrando de nuevo en período pre-electoral, la necesidad de identificar un chivo expiatorio que justifique la pérdida de empleos en Estados Unidos toma cuerpo no solo en el auge del proteccionismo sino también en un populismo fácil de tintes incluso xenófobos en muchos rincones de la América profunda donde los productos “China Free” proliferan por doquier, pasando por alto que buena parte de los productos made in China que consumen son elaborados por multinacionales estadounidenses. El Instituto Cato ha señalado que Estados Unidos se beneficia del comercio con China mucho más que los propios chinos: desde su entrada en la OMC, las importaciones se han multiplicado por tres, asegurando, por otra parte, que China solo es responsable del 1% de la pérdida de empleos en Estados Unidos. A finales de este año o comienzos del próximo, China podría sustituir a Japón como el tercer mayor mercado de las exportaciones estadounidenses, después de Canadá y México.
Pero es difícil no imaginar que la terca negativa de las autoridades chinas a revaluar el yuan esté detrás de las actuales tensiones. Washington ve en ello la solución mágica a su déficit comercial con China (856 mil millones de dólares y en aumento a un ritmo de 10 mil millones de dólares mensuales), pero Beijing no cree en los milagros y teme las consecuencias económicas y sociales internas de la precipitación, en un momento en que debe hacer frente, entre otros, a la necesidad de frenar el excesivo ritmo de crecimiento y con algunos indicadores que se aproximan a la zona de alarma de los riesgos inflacionistas. Por cuarta vez en lo que va de año ha debido subir los tipos de interés.
Estados Unidos reclama a China que acelere el ritmo de sus reformas y Beijing reitera que no desea la politización de sus relaciones comerciales. A la impaciencia mostrada por el secretario del Tesoro Henry Paulson, la vice primera ministra Wu Yi, responde que las presiones estadounidenses son “inaceptables” y que China decidirá su propio rumbo.
La reacción de Beijing a la estrategia de presión de Washington se ha desarrollado gradualmente y en varios frentes. En primer lugar, además de tomar buena nota y efectuar ajustes internos necesarios e impostergables, una vez que la actitud de Estados Unidos parecía ir in crescendo, de la devolución de marcapasos ha pasado a mayores, advirtiendo de los “numerosos” problemas de la soja importada de Estados Unidos. China es el comprador mundial número uno de soja y este es uno de los productos más importados de Estados Unidos. En segundo lugar, algunos cualificados especialistas chinos en cuestiones financieras han ido más allá, especulando sobre los efectos sobre el dólar si China se deshiciera, total o parcialmente, de los más de 400 mil millones de dólares que posee en bonos del tesoro norteamericano (el mayor poseedor después de Japón), en un momento en que la crisis hipotecaria y financiera en Estados Unidos presenta síntomas de agravamiento. Bush, visiblemente nervioso, calificó de “temeraria” la hipótesis. En tercer lugar, reclamando, a nivel político, diálogo en pie de igualdad y visión estratégica para resolver las diferencias.
Estados Unidos es el segundo socio comercial de China, por detrás de la UE. El comercio bilateral ascendió en 2006 a 262.700 millones de dólares (2.500 millones de dólares en 1979). En 2006, Estados Unidos contaba con más de 50.000 empresas establecidas en China, con una inversión total valorada en más de 54.000 millones de dólares. La interdependencia es una realidad incuestionable y los problemas, ya sea el déficit, la propiedad intelectual, o cualquier otro, difícilmente podrán resolverse en las respectivas aduanas o en los despachos de la OMC.
No obstante, cabría pensar que lo que realmente parece estar en juego es la capacidad general de Estados Unidos para intervenir, influir y condicionar la política china. No solo la economía, también otros órdenes. La actitud a mantener en relación a Washington no es un asunto pacífico entre los líderes chinos y frente a la posición más nacionalista y fiel al proyecto original de la reforma, defendida por Hu Jintao, otros, los afines a Jiang Zemin, son más proclives a templar gaitas con Washington. Esta polémica les viene al pelo para reforzar posiciones internamente de cara al inminente XVII Congreso del Partido Comunista, aconsejando moderación y forzando a Hu Jintao a aceptar una cohabitación con sus rivales, personificada en la continuidad del vicepresidente Zeng Qinghong, que muchos daban por descartada hace pocos meses.
Cabe esperar que las tensiones no pasen a mayores y que las aguas vuelvan a su cauce, pero el conflicto ha dejado en evidencia que la prepotencia no va con esta China de Hu Jintao que ansía preservar intacta su capacidad de decisión, cualquiera que sea el precio a pagar. Washington sabe que su capacidad de presión es y será cada vez menor y que la fortaleza económica de China, con sus carencias y lagunas, seguirá aumentando en los próximos años sin que pueda evitarlo fácilmente. En el fondo, lo que China dice a Estados Unidos es que seguirá su propio camino, ya sea en el comercio, en el espacio, en la defensa o, claro está, en la política, y no quiere ni consentirá de buen grado que nadie le marque el paso. Ese es su juego.