Donald Trump recibió con socarrona alegría la reciente decisión del Parlamento chino de eliminar el límite presidencial de los dos mandatos calificando al líder chino de “genial”. A menudo presume de mantener una excelente relación personal con Xi Jinping. El diálogo telefónico entre ambos se ha vuelto habitual y nunca antes dos presidentes de ambas potencias han conversado tanto directamente en la historia contemporánea china. Dicha tendencia certificaba la impresión de que en las cumbres de Florida y de Beijing se habían sentado las bases de un entendimiento personal a las mil maravillas que podría desterrar las nubes amenazantes que planeaban sobre las relaciones bilaterales. Esa química, sin embargo, parece valer de bien poco a la hora de encarar las crecientes tensiones que ensombrecen los trascendentales vínculos sino-estadounidenses.
El anuncio de imposición de un amplio paquete de aranceles y de restricciones a las inversiones chinas en EEUU traza un panorama preocupante. Y no por el valor de su significación cuantitativa (cifrada en torno a los 60.000 millones de dólares) sino por cuanto pudiera representar de mero anticipo de una escalada que promete ser mayor.
El superávit comercial de China con EEUU creció un 13 por ciento anual en 2017, ascendiendo a 1,87 billones de yuanes. Es un déficit estructural, no solo comercial, que requiere reformas de igual calibre por ambas partes que no pueden hacerse de un día para otro. Por otra parte, una imagen completa de las ventas chinas en EEUU debería tener en cuenta la gran cantidad de productos fabricados por filiales estadounidenses en China. O incorporar a las cuentas el comercio de servicios. El retrato de la relación no puede ser parcial.
China tiene que avanzar en su apertura. Lo ha venido haciendo en las cuatro últimas décadas de forma paulatina y progresiva. Pero es evidente que no lo hará al coste de “desarmarse” en sectores en los que sus empresas acumulan cierta inferioridad o hasta el punto de exponer su propia soberanía. Ambos son temas tabú.
Más que comercio
Las decisiones de la Administración Trump en relación a China son inseparables de la Nueva Estrategia de Seguridad Nacional. Van más allá del comercio o de una estrategia electoral de cara a las elecciones de noviembre. Tras tratar a China como una “economía de no mercado” y definirla como competidor estratégico, la relación va camino de un prolongado y continuo proceso de confrontación y compromiso que en los próximos años debe sentar las bases de un nuevo orden mundial llamado a poner fin a la posguerra fría. Los cambios recientes en el personal de su administración apuntan a la elevación de la apuesta con la creciente influencia del sector más derechista, ideologizado, militarista y nacionalista de su Administración. Pésimos presagios.
La reafirmación china en su propia vía de desarrollo económica y política, materializada en las decisiones del XIX Congreso del PCCh, descartando cualquier evolución en su modelo hacia Occidente así como la voluntad inequívoca de acelerar el paso en su ascenso global abandonando cualquier perfil bajo, han aumentado las desconfianzas y temores en los países desarrollados de Occidente. La reafirmación del PCCh como la única fuerza política capaz de modernizar China en base a un modelo de características singulares que reivindica su especificidad en el concierto global y que deviene política y jurídicamente diferente de un Occidente cuyos valores rechaza, deja las espadas en alto al cuestionar su vocación mesiánica.
Trump no quiere ser un tigre de papel
Altos oficiales militares de EEUU apelan al Pentágono a prepararse militarmente para no convertirse en un “tigre de papel”. En lo inmediato, para contrarrestar el creciente poder de China y la menguante influencia de EEUU, Washington tiene dos opciones, el lanzamiento de una guerra comercial o jugar con la carta de Taiwán. En paralelo, la estrategia del Indo-Pacífico, que involucra también a Australia, India y Japón, ambiciona diseñar una gran tenaza de contención. La intensificación de las maniobras militares en las aguas estratégicas del Mar de China meridional (por las que circula el equivalente a 5 billones de dólares en transacciones comerciales cada año) es un hecho incontestable. Las presiones de Washington a sus aliados, en la región y fuera de ella, irán en aumento. Reino Unido ya anunció que sus buques de guerra también se sumarán a estas operaciones, que China interpreta como una provocación. EEUU quiere evitar a toda costa el afianzamiento de las ventajas estratégicas logradas por China en los últimos años y la consolidación de un orden regional hegemónico y antiliberal.
Washington no puede alegar error en cuanto a la sensibilidad que para Beijing supone el asunto de Taiwán. En su día dio la campanada haciendo pública la conversación con la presidenta Tsai Ing-wen. La firma del Acta de Viajes, que elevará el rango del intercambio entre autoridades de Taiwán y de EEUU, así como hipotéticas ventas de armas acentuarán el valor de Taipéi como moneda de cambio. Nadie se extrañe que cuando en junio se inaugure en la capital taiwanesa la nueva sede del Instituto Americano en Taiwán asista una delegación de alto nivel de EEUU. Es jugar con fuego y tanto Washington como Taipéi corren el serio riesgo de subestimar la reacción china.
EEUU aspira a doblegar las aspiraciones de China de igual modo que se impuso a Europa o Japón en las décadas de 1970 y 1980. No le será tan fácil ahora sobre todo porque en Beijing existe una firme voluntad política de afirmarse como la potencia que está de vuelta, entre otras cosas, para redefinir las reglas del orden internacional, lo cual acrecienta la percepción occidental de una amenaza inminente a su hegemonía. El ex ministro de Exteriores alemán, Sigmar Gabriel, lo dejó claro en la Conferencia de Seguridad de Múnich de este año, al señalar que China es el único país del mundo que cuenta con una idea geoestratégica verdaderamente global y está desarrollando un sistema integral alternativo al occidental. Los cambios, no obstante, son imparables. La determinación de Beijing no ha mellado en absoluto. Tampoco lo hará ahora.
Al presidente Xi corresponde demostrar qué clase de líder es. Ya no se trata de la respuesta de China ni del PCCh. Es la respuesta de Xi. Es una consecuencia del tono de los cambios propiciados en la política china en el último lustro. Los discursos patrióticos llenos de retórica nacionalista deben confrontarse ahora con medidas concretas habida cuenta que esto solo puede ser el principio, un anticipo de otras medidas más gravosas en diversos frentes con la mirada puesta en limitar la capacidad de innovación tecnológica o la expansión de su influencia global, claves de su ascenso. En su respuesta, China no puede quedarse corta pero tampoco elevar en demasía la reacción a riesgo de sacrificar la diplomacia como medio para encauzar las disputas. La preocupación en China sobre la dirección de las relaciones con EEUU aumentará en caso de adoptarse medidas draconianas. La ansiedad podría cambiar de bando.
(Publicado en Dangdai, 22, Argentina).