Pasando por alto los derechos de varios de los países del Sudeste Asiático, la normativa de la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar y la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia, China reclama para si el 90 por ciento del Mar de Sur de China. Más aún, en 2010 en ministro de Relaciones Exteriores chino Yang Jiechi declaró que dicho mar constituía un interés medular para China, con lo cual se elevaba su posesión al más alto nivel de prioridad nacional y auto limitaba cualquier posibilidad de negociación en relación al mismo. El mismo Yang Jiechi, en una reunión de alto nivel de la Asociación de Países del Sudeste Asiático también en 2010, sintetizó la actitud de Pekín en relación con dicho espacio marítimo con las siguientes palabras: “China es un gran país y los demás países son pequeños países y eso es simplemente un hecho”. Es decir, como en el Diálogo Meliano relatado por Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, los países grandes hacen lo que quieren mientras los pequeños deben aceptar lo que les toque.
A diferencia de la visión “Westfaliana” del orden internacional sustentado por Occidente, según la cual existe una igualdad soberana entre los estados, China hereda de sus tiempos imperiales una noción jerárquica y tributaria de dicho ordenamiento, con China a la cabeza. Hereda también la visión de que cualquier apelación al pasado remoto es en si misma fuente de derecho. En efecto, alegando que el Mar del Sur de China constituía una ruta de tránsito histórica para sus naves, principio no reconocido por el derecho internacional o por las convenciones internacionales vigentes, reclama espacios marítimos que bordean las costas de estados modernos.
Para contrarrestar la prepotencia china, Estados Unidos se erige en defensor del ordenamiento jurídico en vigor. Ello, a pesar de no haber nunca firmado la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar. Al hacerlo, desafía el control del teatro de operaciones por parte de China, el cual se manifiesta por vía de la cercanía geográfica, por la construcción y militarización de numerosas islas artificiales por parte de aquella y por la presencia del grueso de la armada china –la mayor del mundo- en esa zona. A través de periódicas travesías de sus naves de guerra por parcelas de ese mar que China considera como propias, Washington hace patente su desconocimiento a las exigencias maximalistas de Pekín. A la inversa, el régimen de Pekín visualiza la presencia de Washington por esas aguas como la de un cuerpo extraño a la región y hace manifiesta su aspiración estratégica de expulsar a la armada estadounidense más allá de la llamada Primera Cadena de Islas (la primera cadena de archipiélagos mayores en el Océano Pacífico al Este de Asia, la cual que incluye entre otros a Japón y a Filipinas).
Las razones de Washington para plantarse firme frente a China serían varias. Entre ellas las siguientes. Primero, desde 1854 Estados Unidos ha constituido ininterrumpidamente una potencia asiática. Aun cuando para una nación multimilenaria como China ello luzca como un período de insignificante de tiempo, para los estadounidenses representa más de la mitad de su historia independiente. Desde la Convención de Kanagawa de 1854 que abría Japón a Occidente, hasta la política de Puertas Abiertas de 1899 que garantizaba la integridad territorial de China, pasando por el Tratado de Portsmouth de 1905 que ponía fin a la Guerra ruso-japonesa, Estados Unidos ha jugado un papel protagónico en los asuntos del Este Asiático. A ello cabría agregar las incontables vidas estadounidenses perdidas en cuatro guerras mayores de esa región: La lucha por el control de las Filipinas, el enfrentamiento a Japón durante la Segunda Guerra Mundial y los conflictos de Corea y Vietnam. La aspiración china de expulsar a Estados Unidos de esos lares va a contracorriente de lo que Washington considera como una presencia histórica en la región.
Segundo, también la reputación de Estados Unidos como superpotencia se encuentra en juego. Abdicar a una posición de liderazgo en el Este de Asia y a una presencia firme en el Mar del Sur de China, pondría en movimiento una bola de nieve que terminaría por llevarse por delante su preeminencia internacional. Esto envalentonaría a sus rivales por doquier y erosionaría drásticamente sus diversas alianzas estratégicas. Para Washington, salvo que estuviese dispuesto a replegarse en una fase de aislacionismo, no queda otra opción que la de enfrentarse decididamente al impulso expansionista de Pekín en el Mar del Sur de China.
Tercero, Estados Unidos reclama para sí y para otros el principio de libre tránsito por los mares del mundo y, por extensión, por el Mar del Sur de China. La travesía de sus naves de guerra por este último es presentada, por tanto, como una acción de protección a un bien público global: La libertad de navegación por alta mar. Particularmente por una arteria vital del comercio internacional como ésta, por donde transita cerca de un 70 por ciento del comercio global que representa un monto de alrededor de 5 billones (millón de millones) de dólares al año. Más aún, por un mar que se erige como fundamental para la supervivencia y prosperidad económica de los 620 millones de personas que habitan en los países del Sudeste asiático y por donde circula un 80 por ciento del abastecimiento petroleros de Japón y de Corea del Sur. La simple posibilidad de que China llegase a activar un control restrictivo sobre el libre tránsito en un 90 por ciento de dicho mar, podría estrangular económicamente a más de una nación de la región. Se trata, por lo demás, de una ruta vital para las cadenas de suministro de los Estados Unidos.
Para Estados Unidos, sin embargo, ésta no resulta una tarea fácil. Contener al que contiene, es decir evitar la expansión de quien a la vez busca evitar la penetración ajena, se constituye en un reto geoestratégico mayúsculo. Máxime cuando la distancia marítima está de por medio. En efecto, la distancia desde California al Mar del Sur de China es de 7.400 millas, mientras que desde Hawái es de casi 6.000 millas. Ello conforma lo que John Mearsheimer califica como el poder paralizante de las grandes distancias marítimas. No obstante, Washington no luce dispuesto a cruzarse de brazos ante las exigencias desmesuradas y prepotentes del régimen de Pekín. Ello transforma a este mar en uno de los espacios geopolíticos más candentes del planeta.